Cuento de la milla extraña








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Era un día apacible de primavera, de los que invitan a salir a pasear sin más, el sol reluce plácido, alguna nuble blanca realza el azul intenso del cielo, y un aire fresquito nos empuja.

Montado sobre la bici, con el aspecto de todo un deportista, hecho para retar las dificultades del terreno, pedaleo incansable sobre una pista ascendente.

Mi destino queda lejos, lo suficiente para ser un reto, pero no lo bastante como para ser una proeza.

Hace rato que el sudor baja por la frente, escociéndome en los ojos, intento pasar los dedos enguantados por debajo del casco para retirar el sudo, pero sigue su camino, cegándome la visión.

Desde que salí, no he parado de pedalear, siempre cuesta arriba, jugando con el cambio, buscando la relación que aprovechara mejor mis desvanecidas  pedaleadas.

Por suerte, el aire a mi espalda me anima a continuar, sin permitir qué el desánimo me invada, dejándome ir a sentarme bajo la sombra de un frondoso árbol.

Quiero conseguir subir, por méritos propios, pedaleo  tras pedaleo, al menos hasta llegar a una parte del recorrido que me permita ser merecedor de un buen descanso.

Cuando observo los puntos de referencia, en los cuales deposito mi confianza de ir por buen camino, con el promedio adecuado, observo que hace rato no me adelanta nadie más avezado ni me cruzo con los que descienden.

Siendo un día festivo en el que mucha gente se ánima en hacer el mismo recorrido, hacia la montaña que corona la ciudad, me resulta extraño.

Intento concentrarme en no desfallecer, pues cada vez me cuesta más avanzar, empezando a dar vaivenes innecesarios con el manillar, lo cual lentifica mi ascenso.

Consulto el reloj, pero la hora no me parece correcta, al segundo vistazo, observo que el segundero no se mueve, miro el recorrido que tengo por delante, la casa que se suponía que tenía que estar a cien metros, sigue allí, todavía muy lejos.

Observo mis lentas pedaleadas, que se supone me permiten un ligero avance, pero este no se produce, empiezo a creer que estoy, de golpe y porrazo, sobre una bicicleta estática, ahí sobre la pista ascendente, abandonado por los dioses a mi suerte, que es pedalear sin descanso para no llegar nunca a ninguna parte.

Esta vez el sudor empieza a ser más frío, las piernas trozos de madera entumecida, mis brazos seres anónimos que apenas se apoyan en el manillar, que mis manos entumecidas agarran con desespero.

No quiero hacerlo, pero estoy más cerca de apearme de la bici, que de seguir el itinerario previsto, ni siquiera me planteo dar la vuelta y descender.

El tiempo no transcurre, mi marcha no avanza, las nubes están estáticas en el mismo cielo azul radiante, las hojas de los árboles no se mecen y el silencio es total.

Ni siquiera un trino de un pájaro, me muestra algún signo de vida, de movimiento, de compañía.

Estoy solo ante la decisión a tomar, qué solamente puede ser entre parar, que prácticamente ya lo estoy, o seguir y esperar que se rompa el maleficio que me envuelve.

Cómo soy un ser irracional, poco dado al  análisis, y de mollera espesa, opto por seguir quieto, pedaleando.

Poco a poco, parece que la casa está más cerca, supero un claro donde suelen haber coches estacionados, asciendo por un recodo interminable y llego a la pista que quiero seguir.


Me paro exhausto, contemplo el reloj con su segundero a buen ritmo, cómo mi corazón desbocado, y observo el cuenta kilómetros.

No puede ser, es imposible, es un recorrido que  me sé de memoria, lo he hecho varias veces, y sé la distancia que hago.

Marcaba mil seiscientos nueve metros más que la última vez.

UNA MUJER



 Era un local, salvado del asalto de los turistas, escondido en una callejuela del barrio viejo, en la parte baja de la ciudad, No era una taberna portuaria, porque el puerto estaba algo lejos, pero se acercaba bastante al tipo de ambiente qué se le supone.

 El público era variopinto, con una mayoría generosa de elemento joven y bullicioso, se podía jugar a los dados y a los dardos, escuchar música en directo, también discos realmente buenos en los paréntesis de descanso, con preferencia por el jazz.

 Recuerdo una mujer de edad indefinida, vestida con una blusa blanca, ajustada para realzar su pecho, con la melena morena tapándole media cara, una falda de tubo negra, que le dificultaba su ascenso al taburete, se sentaba ante la barra indiferente a nuestras miradas y pedía un ron blanco, sólo. El barman le sonreía al servirle, poniéndole una ración de cacahuetes extra, esperando una respuesta cariñosa que nunca llegaba.

 Contemplábamos su silueta sobre el taburete, el vaiven de su cabellera, deseando nuestra perdición en aquellas curvas, mas imaginadas que vistas. Mientras, sonaban las notas en un piano desafinado, donde un músico con más años que oficio, deleitaba a los parroquianos atendiendo sus solicitudes, pagadas con unas monedas depositadas en una vieja jarra cervecera de latón.

 Nunca sabíamos cuando iba a venir, se presentaba de tanto en tanto, tomaba su ron y desdeñaba cualquier insinuación de acercamiento por parte de algún cliente. Era un misterio que nos subyugaba, valía la pena estar ahí para verla, sentir su perfume al pasar, y admirarla subiéndose al taburete.

 Sus tacones, cómo afilados estiletes, prestos para pasar a la acción, podían ser algo más que unos objetos, para realzar su figura, elevando sus caderas por encima de nuestras tiernas miradas.

 Éramos demasiado jóvenes para que siquiera girase la cabeza y perdiera el tiempo en observarnos. Personalmente me traía a la cabeza, la mujer pantera, de Jacques Tourneur, eso le daba un aire culto a mi fascinación, pero tenía muchos competidores.

 Pero su presencia le daba un hálito especial al local, un halo misterioso la envolvía y la hacía inalcanzable para los pobres mortales. En esto un día llego él, no pegaba mucho en aquel local de aire bohemio, con su traje a rayas y encorbatado con una prenda azul y granate.

 Parecía un agente comercial o un apoderado bancario, con las sienes plateadas antes de tiempo, por el exceso de responsabilidades. Cuando entró en el bullicioso local, asomando antes la cabeza para cerciorarse, de quién había dentro, y seguir después, note que era un ex habitual.

 Me quede asombrado de qué alguien con ese estilo fuera un cliente, y lo suficientemente fiel, cómo para que el barman, solo verlo le preparase un vaso con un malta de los que eran inalcanzables para nuestro presupuesto.

 Cuando pasó por su lado, rozo sus nudillos en la mejilla de ella, le sonrió de forma triste, y se fue hacia el piano, donde su ocupante interrumpió inmediatamente la pieza que estaba tocando y le cedió el trono.

 Tras quitarse la chaqueta, deshacerse el nudo de la corbata y desabrocharse el botón del cuello, dar un trago a su vaso y sentarse en él la banqueta. Nos apareció otro hombre, mucho más seductor, con unos ojos grises, y unas manos de ensueño, paseando por el teclado.

 Ella le observaba, con estudiado desinterés, sin quitarle ojo de encima, marcando el ritmo con los pies aposentados en el travesaño inferior. Las piezas fueron sucediéndose y ambiente caldeándose.

 En esto se produjo una pausa y tras el descanso, con los ánimos más pausados, se produjo una situación nueva, cuando arrancó con una canción melódica, una balada triste, un lamento desgarrador, cómo era el “Ne me quitte pas”.

 Se hizo un silencio espeso en el local, sin tener ni idea de lo que iba a suceder, parecía como si todo el mundo lo estuviera esperando, una de esas crónicas anunciadas.

 Ella, sin soltar su vaso, se apeó de su asiento, contoneándose de forma insinuante, se fue acercando ante el piano, choco su vaso contra el de él, y le dio un beso de película.

 En esto, como si estuviera ya ensayado, los demás parroquianos nos pusimos a aplaudir, con entusiasmo, quedándonos con la piel de gallina, ante un final de canción tan espectacular.

MI MUSA




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La musa

Estaba distraído, contemplando una luna casi llena, que me tenía fascinado, ello hizo que no me percibiera al momento de su presencia.

Ya se sabe que te ha de coger trabajando, no le gusta el autor ocioso, esperando la inspiración divina.

Tras los saludos de rigor y presentación de escritos, me dio una serie de recomendaciones y ejemplos de otros componentes de su equipo.

A mí siempre me ha gustado ir por libre, no estando adscrito a ninguna escuela en concreto, no doy la talla para ello.

En el relativo poco tiempo que llevo con esta afición, he de reconocer que sus advertencias y consejos me han sido muy útiles.

De los personajes y situaciones,  sutilmente recomendadas, he solido hacer un caso relativo, pero sí han servido de punto de partida.

Inicios de cuentos y microrrelatos, que han devenido, a través de mi escritura, en narraciones autónomas,  incluso para mi voluntad.

Personajes que se creaban sus propias situaciones, y qué yo apenas daba forma con mi limitado vocabulario.

Tenía claro que el comportamiento dado a los personajes femeninos no le acababan de agradar, por mi supuesta misoginia en cuanto a macho con roles aprendidos en la novela negra.

Las conversaciones podían durar un tiempo enorme, en el que ninguno de los dos se apeaba de sus convicciones, ella por experiencia y yo por tozudez de autor novato.

Pero de esta forma nos entreteníamos, hasta que surgía una buena idea, digna de desarrollar con todo el esplendor posible.

Pasaba de puntillas, por los enamoramientos  de los personajes, que se empeñaban en ellos, como si les fuera la vida, qué les iba.

A esto le daba una importancia trascendental, pues era el principio de todo comportamiento humano, cuando a mí, me atraía más las situaciones, de actitud y toma de decisiones,  por parte de personal.

Incluso a veces, nuestro intercambio de frases, dan pie a relatos homologables cómo tales, con la satisfacción por mi parte de tamaño reconocimiento.

Y es que tengo una musa de tan buena pasta, que incluso me permite desvaríos, sin inmutarse.

Simplemente se ríe de ellos.



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EL CHASCO

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Pablo III

Cuando me dejó, en la pequeña ciudad capital de la zona, un centro de comunicaciones con un aeropuerto principalmente de cabotaje, me sentí libre.

Marcelo me llevó al  aeropuerto, evidentemente durante el viaje, no le puse al corriente de las actividades de su mujer, era un tema demasiado fuerte y no sentí capaz de desvelar unos hechos que le partirían el corazón.

Parecía un buen tipo, de esos trabajadores y fieles con su gente, me dejó dinero para el pasaje y, confió en el trato hecho.

Así que ni por asomo le dije que podía hacer el retrato de Bea de memoria, sin necesidad alguna de mirar la foto y además en plan maja desnuda.

El tenía que hacer varios viajes más, acarreando maderas y luego iría a Sao Paulo, donde si seguía en el país, pues mi intención era largarme lo antes posible, nos encontraríamos.

Cuando llegue a Sao Paulo y me presente en el consulado, con un aspecto que no agradó en demasía al personal, me aconsejaron que la mejor forma de dar rapidez al trámite de papeleos y obtención de un nuevo pasaporte, era presentarme en la embajada en Rio.

Y así, en unas semanas, volvía a ser un ciudadano europeo documentado, eso sí, sin liquidez.

Intenté ponerme en contacto con Laura, pero no obtuve ninguna respuesta, a mis llamadas, ni mensajes, ni correos electrónicos.

Parecía que fuera ella la que se había tragado la tierra y no yo, que estaba en otro país y en condiciones muy precarias.

Cumplí mi promesa con Marcelo, le entregue un cuadro en que la Bea estaba exultante, en todo su esplendor, cómo un bello animal dispuesto a saltar sobre su presa en cualquier momento, había conseguido darle un toque que traspasaba el marco del cuadro.

Quedó asombrado con mi trabajo, incluso comentó que parecía que la conociera y haberla visto bien físicamente, pues en la foto, no se podía apreciar, esa mirada felina, tan peculiar.

Tuve que improvisar una teoría, sobre el arte de los retratistas, que éramos capaces, mediante la conversación con familiares y amigos, sacar el carácter de un modelo, sus rasgos psicológicos, más allá de lo qué viéramos en una foto.

De todo este asunto, la decepción más grande no me vino por la autentica personalidad de Bea, sino por la pérdida de mi hija adoptiva, que resulto ser una niña de alquiler, prestada para sacarme, las pequeñas reticencias que   pudiese guardar en cuanto a la boda y mi ayuda en metálico.

Recordaba con pesar, como la criatura se me agarraba con fuerza, en el momento de la despedida, fruto ahora lo sabía, de ser el único ser en su vida qué le dispensaba un afecto sincero.

La documentación de adopción no se había llegado a tramitar, quedó sólo como una mera solicitud de información, en el domicilio de los padres de Bea, no vivía nadie, y los vecinos no los conocían.

Todo había sido un montaje, excepto la boda y la solicitud de un pasaporte para la novia.

Solicité, dadas las circunstancias, su anulación inmediata, que aceptaron tramitar, tras la presentación de una denuncia por secuestro, por demostrar.

En cuanto a la niña, a saber en manos de quién estaría.

LA HUIDA









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El salario del Miedo


Pablo II

Después de la opípara cena, me quede traspuesto, estirado en aquel catre de aspecto militar, o al menos tan incómodo como si lo fuera.

No sé cuanto rato estuve dormido, pero desperté abruptamente, en medio de un silencio sepulcral, parecía que no hubiera nadie en la casa, ni ronquidos ni siseos.

Ya había investigado la ventana y la puerta, pero lo volví a hacer, con la esperanza de descubrir una forma de abrirlas, a poder ser sencilla.

Por eso cuando, giré el picaporte y se abrió la puerta sin más, me dije que algo no cuadraba, lo cual no impidió que asomara la cabeza fuera de la habitación.

La llave estaba puesta, se habrían olvidado de girarla, al llevarse la bandeja con los restos de la cena, mientras dormía.

Estaba claro que me consideraban un pardillo, totalmente inofensivo, y me veían incapaz de intentar nada por defenderme.

Observe con sigilo la zona, un baño, una cocina en la que goteaba uno de los grifos, una sala comedor y un recibidor minúsculo, con una puerta cerrada, que no tenía la llave puesta.

Todo no podía salir tan fácil, así que opté por deslizarme fuera por la ventana del baño, que dado su pequeño tamaño, no habían atrancado de ninguna forma.

Una vez en el exterior, me fui hasta el coche, cerrado a cal y canto, envolví una piedra apropiada con mi camisa, y tras un fuerte impacto en la ventanilla, conseguí colarme dentro.

Había visto cantidad de pelis y series como para hacer un puente con los cables y arrancar el coche, no antes de dejar que se deslizara suavemente pendiente abajo, controlando con el freno de mano que no se entusiasmara y acabáramos antes de tiempo la huida.

A más de doscientos metros, lo puse en marcha y encaré hacia la carretera, solo pensé en salir lo más rápida y asépticamente posible.

Por suerte, con la luz de la luna, tenía suficiente para guiarme por la pista, sin tener que encender las luces del coche.

Tenía gasolina para poco más de cien km. Y no recordaba si sería suficiente para llegar a una especie de poste de avituallamiento, no llegaba a ser una gasolinera, que habíamos pasado en la parte final de la ida.

Aunque había desinflado las ruedas del pick-up del visitante, reventando las válvulas de las ruedas, con la misma piedra, dejando mi camisa hecha un desastre; por suerte en el coche había una chaqueta, pistacho chillón, de Bea, que me puse, quedándome en plan manga tres cuartos.

Con esa pinta, y los ojos en el cogote, abandoné el coche, empujándolo por un terraplén, esperando que no se viera, desde la carretera, alas ochenta millas justas de haber salido de mi encierro.

Con esa pinta, no era muy seguro ser visto por nadie, así que caminé de forma subrepticia, lo cual me hacía ser lento en mi avance, dadas las medidas de seguridad de ir por márgenes y terrenos incómodos.

Como era una carretera, de una categoría muy deficiente, para los estándares por mí conocidos, pues ni siquiera las carreteras comarcales o incluso las pistas forestales, de nuestro pequeño país, tenían una falta de señalización tan notoria.

Después de revolcarme por el suelo, cada vez que veía acercarse unos faros, contener la respiración, levantarme y seguir, sin saber cuánto había avanzado y si mis fuerzas me darían para llegar a alguna zona civilizada, me encontré con el famoso poste de combustible.

Donde un camión cargado de madera, estaba repostando, supongo que después de haber sacado al gasolinero de la cama.

Ambos me miraron como si fuera una aparición surgida de las tinieblas, llevándoles las bienaventuranzas.

Aproveche su desconcierto, para pedirle al chofer si me podía llevar, a lo cual no se negó siempre y cuando obtuviera un beneficio económico, el cual podía prometer, pero no cumplir, les explique someramente mi situación, sin entrar en muchos detalles, más bien era un tema de estafa y de que como ciudadano de mi país podría obtener ayuda de la embajada.

Así me vi camino de la civilización, durmiendo en la trasera de la cabina de un camión mastodóntico, sueño de cualquier crío, rodeado de fotos que les harían soñar de mayores.

Mi sorpresa fue mayúscula cuando, cómo pago por el servicio prestado, lo único que me pidió, fue que le hiciera un retrato de su mujer, que estaba de gira por Europa.

No tenían hijos, pero a su vuelta, se pondrían en ello, me lo dijo con un guiño, pasándome la foto de una hermosa brasileña, era Bea.


Buenas maneras

                                                            Imagen de internet


Cuestión de formas
Estábamos sentados en la cafetería, ante una mesa en la que acabábamos  de depositar una bandeja con nuestro pedido.
Era un local aséptico, de esos decorados en plan retro, buscando la calidez, de los antiguos cafés, poniendo paredes forradas en madera, mesas de mármol y falsas sillas thonet, en suma un local agradable para desayunar.
El servicio sólo se efectúa en la barra, en las que unas amables señoritas, emigrantes faltaría más, de las cuales no dará tiempo de aprender el nombre, puesto que en la próxima visita, ya las habrán cambiado, te atienden  de una forma más servicial que profesional.
Tengo el vicio de observar mi entorno, tanto el continente cómo el contenido, el personal y los usuarios, familias con bulliciosos críos pequeños, adultos solos ante su café y diario, parejas como en mi caso, no hay lo que ha dado en llamar gente joven.
En el rastreo de mi mirada, esta se detiene en un par de piernas enfundadas en unas medias oscuras, preciosas, aparecen bellamente mostradas dese un corte de falda de impecable estilo.
Es una pareja femenina,  en que la atención  de mi vista está centrada, en lo que podría ser la hija cuarentona,  de una señora muy mayor sentada frente a ella,  a la qué si veo la cara.
En esto se ha levantado para dirigirse al mostrador, para dejar el diario que estaba leyendo, cosa que no he podido evitar comentar, con un ¡Qué suerte tengo, podré leer el periódico!
Momento captado por la poseedora  de aquellas turbadoras piernas, para cambiar de destino y pasármelo directamente a mi, mostrándome una amable y cándida sonrisa, de buenas maneras entre gente adulta.

He respondido a su sonrisa con otra un poco más pánfila, de varón agradecido a la madre naturaleza, por estas inocentes perversiones.

DEJANDO QUIMERAS


                        Pablo Picasso (Autoretrato 1907)



Reconozco que le dejé una nota muy ambigua, pero realmente estaba un poco harto de su desgana hacia mí y  sobre todo a mi obra.
Total hablar de un posible infarto, tampoco estaba tan lejos de la verdad, en mi familia, los varones éramos propensos a sufrir y morir del corazón, a edades tempranas.
Había perdido la posibilidad de hacer los dibujos para una campaña alimentaria importante, mis bocetos eran demasiado, no sé, clásicos, según el manager de la campaña.
Era todo lo que había obtenido, por sobrevivir a base de hacer bodegones, para el departamento de decoración de una conocida firma de grandes almacenes. Convertirme en un pintor convencional.
En mi estudio realizaba cosas de más enjundia, incluso rompedoras, pero a Laura le importaba bien poco.
Prácticamente no le interesaba mi trabajo y no se dignaba a venir a ver mis cuadros, tampoco le importaba que tuviera modelos. Las cuales, como la que tenía ahora, podían hacerme la vida agradable, pues con Laura, creo que desde nuestra estancia en Menorca, no habíamos mantenido ningún contacto.
Ella tenía un amigo de estos con derecho a roce, no es que tuviera nada que objetar, lo nuestro era una relación adulta, en la que estas cosas no tenían importancia.
Pero Ernesto era un relamido cirujano, un pijo de mucho cuidado, con dos matrimonios fallidos, por su considerable egolatría.
Cuando me dijo que se iba de viaje, pensé que era con él, pero resultó un encuentro familiar para discutir un tema de reparto de unos terrenos.
Tampoco dijo cuándo pensaba volver, nos estábamos alejando sin remedio y sin importarnos demasiado.
Cuando conocí a Bea, sólo era una modelo más, por el estudio habían pasado varias, y no habían sido más, por cuestiones puramente económicas, no siempre me lo podía permitir.
Pero a medida que iba trabajando con ella, y me contaba sus cosas,  empecé a interesarme y a querer saber más sobre su vida.
Su piel canela, sus ojos enormes y negros, sus dientes súper  blancos, su proporcionado cuerpo, en el que las caderas enmarcaban un trasero delicioso, no menoscabando unos pechos, difícilmente olvidables.
Sus labios me susurraban en el oído, sus cuitas, diciéndome que no veía el momento de regresar a su país para poder traerse a una hija, dejada al cuidado de sus padres.
Abandonada por un militar de la marina, cuando se enteró, que sus encuentros habían fructificado.
Desplegó todas sus artes para poder atenderla ella sola, aceptó un trabajo en un cuerpo de ballet, y se vino para Europa, luego lo prometido no era tan artístico  y prefirió dejar la compañía.
Prefirió desnudarse para un artista, más que para un grupo de babosos, con intenciones salvajes la mayoría de los casos. 
Le prometí ayuda, se le acababa el permiso de residencia y si la expulsaban no podría regresar con su hija, demasiado mayor para ser atendida por sus padres, incluso pensó en aceptar un matrimonio de conveniencia, pero era demasiado caro.
Dado que no  estaba casado, me ofrecí para ello, momento en que se interrumpió toda conversación y los arrumacos fuero increscendo.
Empecé a pensar que una forma de obtener dinero fácilmente, sería hacer desaparecer a Laura, no sólo de mi vida, sino de ella del todo. Eso no se lo dije a Bea, no tenía pinta de ser una chica que se prestara a colaborar en este tipo de acciones, tampoco yo a priori, me prestaba mucho en ser un tipo frio y calculador, capaz de realizar un crimen.
Aparte que dada nuestra separación de bienes, en nuestra relativa unión cómo pareja de hecho, tampoco me hubiera proporcionado  ninguna cantidad importante.
Fue Bea la que me dijo:- ¡Amor! Tu mujer pagaría un rescate importante por ti, ¿si fueras secuestrado?
-No cariño, ella no, quizás su familia, a los secuestradores para que me retuvieran todo el tiempo posible.
Tenían uno de los bufetes más renombrados de la ciudad, donde se dilucidaban todos los mangoneos importantes, estaban en los litigios donde conocidos prohombres de la sociedad, imputados por sonados casos de corrupción y desfalcos varios, les permitían pagar minutas importantes, que les permitían seguir con su vida como si nada.
Con lo cual, el plan en el que me veía auto secuestrado, camino de un paraíso, sin extradición, sobre un colchón de billetes, se iba diluyendo en nuestra imaginación.
Trataba de recordar la última conversación, entre Laura y yo, pero sólo me salían a colación las mantenidas, por mensajes telefónicos y por intermediación del contestador automático.
Eso hacía que ni su familia tuviera que pagar a nadie para que me retuviera, el tiempo jugaba en mi contra.
Con lo que la imagen de unas tijeras de podar, cortándome un dedo o un trozo de oreja, lo cual me hacía poca gracia, se apartaba de mí, de forma conciliadora.
Realmente odiaba la visión de unas podadoras, recordaba al padre de Laura, con su bosquecillo, dentro de un invernadero en su suntuoso ático de la parte alta de la ciudad, con unas vistas magnificas de esta.
El padre de Laura, se entretenía cuidando bonsáis, esos arbolillos reprimidos, cuyo cuerpos retorcidos piden a gritos ser liberados.
Allí es donde me dijo: -Usted joven, aparte de pintar y dibujar, a qué se dedica, con qué cuenta para mantener a mi Laura.
Me lo soltó así de sopetón, sin darme tiempo a intentar decirle lo mucho que nos queríamos y nuestra intención de irnos a vivir juntos, ahora que yo había participado en una colectiva y vendido un cuadro a un conocido de mi padre, que le debía un favor, esto lo supe, mucho tiempo después.
La verdad es que Laura se había encaprichado conmigo, tener un pintor en la cama, le daba un toque bohemio a su vida, que quedaba muy epatante ante su círculo de amigos,  pijos redomados de las familias bien, las muy afortunadas económicamente.
Con el paso del tiempo y mi estancamiento en el duro mundo del mercado de la pintura, se fue alejando el interés de Laura, por mi trabajo y con ello hacia mi persona.
Pero nos seguíamos queriendo, y ninguno de los dos tenía intención de romper la relación, básicamente para fastidiar a su padre.
Quedaba bien, enfundado en mi smoking, tenía una fluida y divertida conversación y no me emborrachaba. Era un buen acompañante.
Pero la presencia de Bea y su problemática, había despertado en mí, la necesidad de hacer algo bueno por una vez en la vida, algo hecho por mi solito, y en esto Laura quedaba al margen.
Habíamos quedado en salir hacia Sao Paulo, y una vez ahí, preparar los papeles para casarnos en el consulado  y adoptar a su hija por mi parte.
Mientras Laura estaba con su familia pude dedicarme a preparar nuestra escapada, obtuve algo de liquidez, vendiendo el deportivo que me regaló por mis cuarenta, cuando viera que no estaba en el garaje, pensaría  que estaba en una escapada cercana, con la modelo de turno.
En Sao Paulo, Bea me presentó a sus padres, realmente eran muy mayores para responsabilizarse de su chiquilla, la cual era una monada, con una cabeza coronada por un pelo rizado y unos ojos cómo faros, Lena era el nombre de la grácil criatura, de unos cinco años, que no se me soltó de la mano, en toda la visita, adivinando que yo era su futuro.
Una vez hechas las gestiones en el consulado, a la espera de los papeles oficiales, los cuales tardaría un tiempo prolongado, como es de rigor en todo trámite burocrático que se precie.
Le dije a Bea, que iba a estudiar qué posibilidades podía tener en su país. Para desarrollar mi arte en él, como nación de economía emergente, la nueva clase media alta, era una posible clientela nada desdeñable.
Tenía una línea de actuación que quería desarrollar, era muy personal, con trazos gruesos y figuras muy esquemáticas,  poco elaboradas,  pero visibles,  más que intuirse son  una presencia fantasmal, con colores muy sobrios, manchas de tonos muy tierra y musgo.
En un país de colores chillones, puede ser un revulsivo atrayente, se lo comentaré a ese amigo que Bea  insiste que vaya a ver, vive en un poblado algo aislado, pero se  ha empeñado  mucho en que vayamos,  dice que tiene algo de ella y que me puede ayudar en mi concepción artística.
Por un momento pensé que no fuera el padre biológico de Lena, que arrepentido se hubiera hecho una especie de ermitaño, viviendo en una zona selvática, pero no.
Cuando salimos hacia allí, dejando a Lena llorosa al cuidado otra vez de sus abuelos, mientras trataba de consolarla, triste de mí, diciéndole que era por pocos días.
La verdad es que le había cogido un cariño extraordinario, sin saber lo que era tener hijos, esa muñequita, había hecho aflorar mi instinto paternal, incluso posaba mucho mejor que su madre.
Cuando al fin partimos en un viejo Mazda Xedos de gasolina, en lo que tenía pinta por su parte de ser su último viaje, no tenía ni idea de la aventura que me iba a tocar vivir y lo cerca que estaba de ello.
Total el poblado de marras sólo estaba a unos tropecientos Km, los cuales trascurrieron por unas carreteras que a medida que avanzábamos iban perdiendo el nombre de tales...
Avanzábamos así hacia el mattogrosso, en busca de un desconocido para mí, que tenía que orientarme sobre mi vida artística, estando él, en una ciudad abandona, fruto de la soberbia de un ricachón americano, que pensaba ser el rey del caucho, al menos para sus coches.
Cuando Bea al fin me dijo, dónde íbamos realmente, estuve a punto de bajarme del coche y decirle que no contase conmigo, soy animal de costumbres urbanas, pero ya llevábamos más de la mitad del viaje y no había tren para volver.
Cuando llegamos, una ciudad fantasma se abría ante mí, totalmente abandonada, un escalofrió no reconocido me recorría la espalda.
Bea me tranquilizó diciendo que pronto vendrían a buscarnos.
Y así fue, un monumento a la biología humana se nos acercó, yo esperaba a un barbudo, pero eso era otra cosa, aparte de su corpulencia, me doblaba en altura y anchura, una ricura tamaño armario ropero familiar, con unos brazos tatuados con unos dragones lanza llamas, y los consabidos pendientes en las orejas, la barba era centenaria, tenía los ojos hundidos y ni siquiera se tomó la molestia de sonreír al darme la mano.
Las cosas se empezaron a torcerme, cuando una vez en la casa, vi que me enseñaban mi cuarto con un camastro solitario y una ventana enrejada, ante mi mirada interrogante, Bea se limitó a decir que el monstruito no vería bien nuestra estancia conjunta en una habitación, estando casados sólo por lo civil.
Mi cara de perplejidad se trasformó en una de zozobra, cuando oí como cerraban con llave la puerta, dejándome encerrado en ella.
Golpeé con vehemencia la puerta, pero lo que obtuve fue una conminación al silencio en bien de mi seguridad, Bea me pidió que no obligara a su socio a entrar, sería doloroso para mi salud e integridad física,
El velo se me cayó, y la visión nítida de un secuestro, en el que había colaborado en todo momento, se presentó ante mí...
Me senté en la cama, si hubiera tenido un cigarrillo, me lo hubiese comido, tal era mi estado de ánimo, reflexionaba en cómo no me había dado cuenta en todo el viaje de lo que me esperaba.
Ella hablaba de su amigo, como una especie de santón ermitaño, poseedor de una palabra sanadora, capaz de encauzar la causa más retorcida, con lo cual no entendía para qué fuera necesario secuestrarme.
Tenía que reponer fuerzas y empezar mi plan de evasión, de entrada necesitaba un guante y una pelota de beisbol, para poder concentrarme, aunque no creo que el hombretón fuera muy ducho en temas deportivos...
En el silencio de la noche, resaltó el sonido de un coche que frenaba ante la casa, y alguien con muy buen humor, dadas sus sonoras carcajadas al presentarse ante los inquilinos de la vivienda.
Tenía la oreja pegada a la puerta, pero mi desconocimiento del idioma, apenas me hacía entender algo de lo poco que podía llegar a oír.
En esto me pasaron una nota por debajo de la puerta, en ella me confirmaban mi secuestro, me pedía mi colaboración, para hacerme la estancia lo menos desagradable posible y sobre todo exigían mi silencio y buen comportamiento  para no tenerme que atar ni acudir a medida coercitivas. También me piden una carta para pedir el pago de mi liberación.
Teniendo en cuenta todo lo que conozco de mis secuestradores, empiezo a temer que no saldré vivo de esta, Y empiezo a recordar lo mucho que le debo a Laura en cuanto que gracias a su solvencia económica, he podido dedicarme a mi vida artística, Ironía que fuera mi concentración en plasmar ideas en colores y siluetas, me abstraían de su conversación, en la que me contaba sus avances en los diversos pleito en los que habitualmente estaba metida...
Pero todo eso era ahora era agua pasada, tendría que pedirle ayuda una vez más en mi desastrosa vida, teniendo en cuenta que en realidad vendría de mi querido suegro.
Me tenía que concentrar en cómo salir de ahí lo antes posible, y luego en cómo alejarme lo más posible, total nada que no pudiera hacer en un momento. Intenté recordar los episodios de una conocida serie televisiva, de la cual hacíamos broma en el colegio, en qué el protagonista era capaz de salirse de cualquier situación con cualquier cosa que pillara.
En mi caso ni con una navaja suiza, podría desmontar la cerradura de la puerta o intentar abrir la ventana clausurada y enrejada.
Estirado en la cama, mirando el techo, pensando en ello, veía ante mí un futuro incierto.
En esto abrieron la puerta y entró Bea, traía un plato de hojalata con un bocadillo, que resultó ser de sardinas, sí, un bocata de esos con el pan totalmente pringoso del aceite y un botellín de agua.