Imagen obtenida de Internet
EIXAMPLE
Era una casa, de cinco plantas, en el Paseo de Gracia, en el centro de Barcelona, en pleno “Eixample”, un edificio desde cuyos balcones se podían ver los trenes que circulaban por la calle Aragón.
En un principio, todavía eran humeantes, con una estación de
un estilo rococó, que tiraba de espaldas.
Luego se taparon las vías y la estación desapareció,
engullida por la tierra, y derribada por la piqueta.
Era un edificio de los considerados nobles, no tenía título
alguno, ni arquitecto de renombre, estos estaban cerca, la llamada manzana de la discordia, por tener
estilos antagónicos; pero no era el caso en esta.
Tenía, eso sí, una bonita y amplia entrada, con mucho mármol,
una garita para el portero espléndida, en rica madera torneada y un ascensor muy amplio.
De unas dimensiones de las que no se han vuelto a ver,
amplio, de madera labrada, asiento de terciopelo, que podías escamotear en caso
necesario, un panel de mandos, con sus botones de latón dorados, abrillantados
cada día con un paño de algodón, cristales con vivos colores y escenografía soñadora,
una gozada en terminología actual.
Su único defecto, al parecer de los vecinos, no todos, es
que solo servía para subir, por eso era un ascensor, para abrir la puerta por
fuera, se necesitaba una llave de seguridad, que tenía el portero para casos de
necesidad.
En caso de necesitar, bajar algún objeto pesado o una persona con
problemas de movilidad manifiesta, se bajaba andando a buscarlo y se subía
dejando la puerta abierta, para proceder según conviniese.
Existía una única excepción, que éramos nosotros los vecinos
del tercero primera, para que pudiera bajar nuestra abuela, para los vecinos,
Doña Concha, pronunciado con venerado respeto.
Disponíamos de la susodicha llave, de la cual hacíamos uso
en contadas ocasiones de forma restringida, para no abusar ante los demás
vecinos.
Todo esto viene a cuento, después de recordar, en una
conversación con una amiga, un incidente, ocurrido en uno de los usos que
pretendí del “descensor”.
Era relativamente tarde, noche subida, cuando pretendí bajar
un artículo voluminoso e incómodo de llevar, había dejado previamente el coche
en el chaflán, y pensaba, después de cenar algo, proceder con la carga.
Baje a buscar el ascensor y comprobé qué estaba en un piso
inferior parado, apreté el botón para enviarlo a portería, pero nada ni caso.
Subí a buscar la llave maestra, pensando cómo ocurría
algunas veces, que alguien había dejado mal cerrada la puerta y se había
quedado bloqueado por seguridad.
Hasta entonces no había notado nada extraño, pero en el
silencio de la escalera, me pareció oír unos jadeos, a los que no presté mayor
atención, en el piso de debajo, donde vivía el narcisista, un abogado de pocos escrúpulos, soltero y adinerado, con ínfulas de belleza, risible para los demás, era corriente oír coas parecidas por el patio.
A todo esto, empezaba a tener una cierta prisa, y haciendo uso de la mencionada llave, abrí con ímpetu la puerta que daba acceso a la cabina.
A todo esto, empezaba a tener una cierta prisa, y haciendo uso de la mencionada llave, abrí con ímpetu la puerta que daba acceso a la cabina.
Cuando la abrí, a través de los cristales
del ascensor propiamente dicho, contemplé una pareja, en situación digamos harto comprometida,
disfrutando plenamente de sus jóvenes cuerpos, de los cuales pude apreciar un
generoso seno femenino.
Exclamando un perdón circunstancial, cerré la puerta en un estado azorado, y evidentemente prescindí del traslado en aquella sorprendente noche.
Estuve bastantes días sin volver a encontrarme, ni por la
escalera, ni por el ascensor, ni por la portería siquiera, con aquella pareja
que vivía en las buhardillas, donde por cierto no llegaba el ascensor, que era
donde estaba la vivienda de los porteros.
Eran sus hijos, en edad de merecer, y contemplé un incesto, acción de la que solo sabía, gracias a los clásicos, mediante los textos sobre los dioses griegos y sus peculiaridades.