Foto de I.C.C.
Cristóbal
& Raquel
Cristóbal era un hombre metódico, muy arraigado en sus
costumbres y rutinas diarias.
Trabajaba de cajero en una entidad de ahorros preponderante
en el territorio.
Con lo cual era muy conocido por todo el barrio, pues quién
más quién menos, pasaba alguna vez por su oficina.
Salía de su casa a las 7.45
de la mañana, entraba en uno de esos negocios que son panadería, bar,
casa de comidas e incluso súper pequeño y se tomaba unas tostadas con
mantequilla acompañadas con un café expreso con sacarina.
A las 8 en punto ya estaba en su puesto de trabajo, dónde
Rogelio le tenía preparado el dinero para atender a los clientes y el estadillo
correspondiente.
Uno de sus privilegios como veterano en la casa era que no
tenía que hacer preparativos, llegaba y ya directamente se ponía a atender a la
cola de ancianos que venían a pasar la mañana.
De todas formas, su plácida y ordenada vida laboral, pronto
iba a cambiar.
El director les había comunicado el futuro cierre de la
oficina, para convertirla en una especie de sala de estar, para gente con ganas
de comprar las tonterías que les serían ofrecidas por dos jóvenes economistas,
con su correspondiente máster.
Todos ellos, los fieles empleados que llevaban ahí, desde
su pubertad y el director de la oficina, pasarían a engrosar las filas de
desocupados o prejubilados; no tenían que sufrir por ello.
El jefe se abstuvo de decir, que gracias a sacarlos sin
conflicto, él se llevaba un plus en el bolsillo en su despedida. Al haber
evitada la visita del consabido hombre de negro, claro está.
Cristóbal, no sufrió extremadamente por ello, tampoco lo
había hecho cuando murió su madre, apenas hacía unos meses. ¿Cuánto hacía?…Unos
seis ya, cómo pasa el tiempo.
Recordaba cómo siempre, le decía: Cristobalito hijo,
tendrías que buscarte una mujer que te cuide y te quiera, pero sobre todo que te
cuide, que yo ya no estoy para muchos trotes…y así cada semana, varias veces.
El apenas emitía un gruñido, mientras los dos frente al
televisor, se tragaban un espeluznante encuentro de parejas, donde se
explicaban sus vergüenzas para ligar.
Ella lo ponía siempre para ver si él se animaba a buscar
pareja y Cristóbal se limitaba a no llevarle la contraria a su anciana madre y
seguir con sus crucigramas. Era todo un experto.
Ante tanta insistencia y con un futuro incierto, empezó a
fijarse con detalle en Raquel, la pizpireta dependienta que le atendía cada
mañana, poniéndole el café con sus tostadas, siempre sonriente.
Le costaba imaginarse a si mismo abordando a la moza en el
plan que había visto en la tele, para empezar no llevaba tatuajes ni
pendientes, hablaba de usted a todo el mundo, madre incluida y nunca se había
quitado la corbata de su indumentaria, desde su primera comunión.
Así que se limitó a decirle cuando le sirvió el café:
– No me ponga sacarina
por favor. Con su mirada ya está suficientemente endulzado.
Y claro ella no era de piedra.
Raquel era una mujer, que se sabía con buena predisposición
para el trato personal.
Ya de muy joven le gustaba jugar con sus amigas a despachar
y atender comercios de todo tipo. La cuestión era vender cualquier cosa.
No muy interesada en continuar con sus estudios, como le
pedían sus padres, enseguida entró a trabajar en una mercería, pero ya vio que
eso no tenía mucho futuro, además de aburrido la clientela era toda femenina y
centenaria.
Luego estuvo en una pescadería y se hartó de que todo el mundo se apartara
de su lado por el hedor que desprendía.
Así qué ya llevaba unos cuantos años en este negocio, donde se lo
pasaba bien, si no fuera por las insinuaciones del dueño, cuando no estaba la
señora, tras la barra.
Él se limitaba a poner el pan recién hecho en las cestas de
exposición y atacar, por suerte se iba enseguida.
Con sus compañeras tenía muy buena relación, a pesar de ser
la encargada.
Menos agraciadas que ella, en el reparto de interés por el
dueño en su personal, y dada la buena camaradería, estaban siempre prestas a
defenderla, si fuera necesario.
Hacían bromas con respecto a la clientela, al cajero de la
oficina vecina, le llamaban “Cara palo” y a la señora Engracia la dueña de la
pastelería, con una delantera bailonga, “la Flanes”. Al farmacéutico “el Aspirino”
y así sucesivamente tenían bautizados a los parroquianos.
Las chicas le hacían chanzas, por el hecho de ser una
solterona militante, no quería que nadie le marcara el paso, ya había tenidos
sus aventuras, que no llegaron a más, por suerte, pues al final todos eran unos
plastas.
Pero ellas aun soñaban con su príncipe azul, que las
sacaría de su aburrida vida, para llevarlas a un cuento de felicidad sin fin. Y
se ponían a reír de sus propias tonterías.
En esto, llegó un día que “Cara palo” dijo algo más que los
buenos días de costumbre.
Y entonces todas, absolutamente todas, le pagaron la
apuesta.
Barcelona, 22 Julio 2018