La fiesta estaba en un punto anterior al cierre, en
plena decadencia de formas, pero con la nota
incierta de que todo es aun posible.
La música había bajado los decibelios, marcando un
ritmo más para acunar que para animar al desenfreno.
Las parejas para encamarse ya estaban hechas, algunas
incluso habían venido puestas, otras se formaron entre bailes y jugueteos.
Quedaban las soledades que no hay manera de romper
por no querer o por ser imposible para otros superar ciertas animadversiones
personales.
Los efectos de sustancias diversas metabolizadas en
alcohol, nublaba los sentidos de forma profunda.
La vista en aquella sala, noche dentro de la noche, apenas
rota por algunas velas, sólo servía para hacernos notar el estar acompañados en
nuestra eterna soledad.
Estaba claro que no podía discernir ni colores ni por
supuesto caras, todo lo cual me hacía constantes trampas en mis atribuladas
percepciones.
Me acerqué a una pequeña barra, donde un aburrido
camarero servía todo tipo de mejunjes con sabores y colores capaces de asustar
a gente más valiente.
Apoyado frente aquel oasis líquido, pedí sin
convicción mi enésima copa, servida con
extraña presteza por la abúlica jefa de sala. Pero que resuelta me dijo:
-
¿por qué no va a pescar algo por la
oscuridad?
Dicho de forma conspirativa, mientras señalaba con su
cara hacia la zona de guardarropía.
Dirigí mi vista hacia el lugar en cuestión, donde no
me pareció adivinar ninguna presencia femenina necesitada de calor humano.
Pero como soy un chico obediente y predispuesto, me
trasladé a la citada zona, que se hallaba sumida en una penumbra aun más
notoria.
Alguien había abierto los ventanales para poder
admirar la noche estrellada y así con los consiguientes juegos de palabas
convencer a quién fuese y se terciara de ser su estrella guía.
Lo cual hizo que se produjese una notable corriente
de aire, en la cual bailaban cortinas, manteles, estolas y demás telas de usos
varios, incluidas las prendas colgadas en los percheros.
Prendas que con el movimiento, se enzarzaron en un diálogo
inquietante para mí, pues aun no estaba en el grado alcohólico necesario para
comprender ciertas conversaciones.
Pero sí pude apreciar que un abrigo muy puesto se
quejaba de estar mal colgado durante horas, de una triste percha de
plástico a altas horas de la madrugada:
-
Esto es intolerable, voy a quedar deformado
de por vida.
A lo que un
visón todavía de muy buen ver, le respondía:
-
No hay
percha mala si el paño es bueno.
En esto intervino una chaqueta de esmoquin blanca,
cuyo propietario no debía tener muy claro las reglas de urbanidad protocolarias
puesto que la había depositado en aquella jaula de prendas revueltas.
-
Mi caballero ha preferido dejarme aquí a mi
suerte, antes que intentar quitarme esa
mancha de vino que tanto me humilla.
-
No te preocupes bonita, así resalta más tu
hermosa blancura.
Quién así respondía, no era otro que un altivo (por
estar situado en un estante por encima), sombrero de copa.
-
Ya está la chistera haciéndose la graciosa.
Le marcaba una estola, harta de caracolear al ritmo
de la corriente de aire.
Yo alucinaba con todo aquel guirigay de voces que no
paraba, incluso me miré la copa, por si con esta moda de echar de todo al gin-tonic,
esta vez se habían pasado con la pimienta.
Entonces la vi, estaba con toda su plena belleza
acariciada por un rayo de luna, lo que realzaba de forma notable todos sus
encantos, de forma que no podía evadirme de ellos partiendo en retirada.
Educado en las viejas normas de lo políticamente
incorrecto, en cuanto a la relación entre sexos diferentes, no pude menos que
sin prevención alguna, dirigirme a la conquista de una posición más cercana y
desde allí iniciar el asalto en plaza.
Para ello tenía que olvidarme de mi compañera en
aquella noche, fiel compañía durante varios años, ya perdidos en los vericuetos
de la memoria, iniciada por unas sabias manos de las que se encargan de todo,
para que todo encaje como debe ser.
Pero esto era diferente, era como si algo estuviera
machacando en mi cerebro que era ahora o nunca; que esta era mi ocasión
perdida, no sé cuando, pero seguro que en alguna otra ocasión tuve oportunidad
y no me atreví.
Así que en un descuido en la guardarropía, cambié mi
vieja chaqueta por aquella hermosura de tez pálida y ribetes sedosos, que en su
silencio daba alas a mi deseo inconfesable.
Mientras huíamos presurosos, le prometí un viaje a
Venecia con góndolas incluidas, una visita a París con el Sena acunado por
acordeones, una estancia en Madrid con chapoteo de remos en el Retiro…
Pero ella sólo sonreía, a mí, me sonreía a mí y eso
bastaba.
Se oyó cómo un repiquetear de mangas sonando parecido
a una ovación de aplausos, mientras nos escabullíamos por el forro.
Barcelona, tres de
Agosto 2019