Había una vez un guarda jurado, que con malas artes, se hizo con
la finca de los marqueses, y pensó en hacerse pastor para explotar los rebaños.
Cómo la finca era lo suficientemente grande y las ovejas diferentes, para no hacerse un lio, las tiñó todas de azul y puso vallas altas para
que no salieran a pastar por otros campos, más lozanos y con yerbas más
frescas, de los vecinos que se preocupaban más ,pues él era dado a hablar siempre de la pertinaz sequía, en su finca.
Las ovejas, como tales, tenían que conformarse con lo que les
daban, aunque soñaban en ir de blanco por la playa y de colores por el pueblo.
Pero no era el caso, el pastor tenía las cosas muy claras y no
estaba para monsergas, todas igual y sin rechistar.
A los lobos que merodeaban por ahí, les traía sin cuidado el
color de la piel, pues a ellos les sentaba igual de bien el azul añil, con
bordados rojos, que el rojo con inscripciones azules, y no te digo a rayas
rojigualdas en versión tres o cuatribarradas.
Mientras tuvieran su cuota de carne fresca, previamente pactada
con el pastor, que les dejaba hacer, a cambio de ciertos favorcillos, todos
contentos.
El pastor a medida que se
hacía mayor y sin un hijo en quién delegar, pensó en pactar con el nieto de los
marqueses, para devolverle la finca, a cambio de unas rentas para su viuda y
descendientes y una reseña favorable en las crónicas.
El nieto, que no tenía donde caerse muerto, sin oficio ni
beneficio, casado con una princesa, sin posibles, le pareció una idea estupenda,
aunque tuviera que pisarle los callos a su padre, para que no se le adelantara,
ante el registro de la propiedad.
La finca, la verdad es qué estaba muy bien, tenía zonas
montañosas, playas magnificas, acantilados de vértigo, mesetas señoriales,
campos inmensos, tenía de todo y muy diferente.
Antiguamente, eran fincas de varios señores, que con el tiempo y
la habilidad, digamos negociadora, de la familia de los marqueses, se había
convertido en una grande y libre. (Esto último nadie sabía por qué lo habían
puesto, pero consideraron, que quedaba bien, y lo dejaron)
En un rincón de la finca, en la zona norte, lindando con el mar
y unas montañas muy altas que las separaban de otra finca, había un rebaño, un
poco díscolo, no le gustaba el azul y balaban de forma extraña, según el
pastor, para hacer la puñeta.
El nieto dijo que lo tendría en cuenta y les dejaría hacer un
poco la suya para no estresarlas, pues su lana era muy buena, diríase que la
mejor de toda la finca.
Con el tiempo los lobos, habían ido creciendo en número y
reclamado más parte del rebaño, para cubrir sus cada vez mayores necesidades.
A lo cual los pastores de dicha zona, se negaron a colaborar
aludiendo, a la sobreexplotación de sus ovejas, que las estaba estresando en
demasía, lo perjudicaría notablemente a su producción y a la calidad de la
misma.
Lo cierto es que en esa parte de la finca, los ánimos estaba muy
caldeados, por todo ello, las ovejas empezaban a estar hartas del trato
recibido, las cabras que les distraían y se ocupaban de guiarlas, empezaban a
notar que no les hacían caso, los perros guardianes no daban abasto para cubrir
el territorio, y el pastor estaba hasta el gorro, de las ovejas, los perros, y
las cabras, y sobre todo del señorito que sólo pedía.
Los lobos, ante la negativa de obtener más prebendas, aullaban
desconsolados, contándoles sus cuitas a la luna, impasible como siempre pero
atenta, muy atenta a sus lloros.