Foto obtenida de Internet
La cocina
Cuando le confirmaron que sus análisis
habían dado positivo en VHI, en su segunda muestra de comprobación, casi le
entra el pánico. A ella, la enfermera jefe del servicio de cirugía de uno de
los hospitales más relevantes de la ciudad, se le acababa su vida profesional y
estaría sometida de por vida a unos tratamientos onerosos para permitirle una
existencia de mierda.
Mientras intentaba asimilar la noticia
que le iba a cambiar su forma de vivir, se juraba venganza eterna para el
culpable del contagio.
Tenía que ser alguien del equipo médico,
con el que ella se relacionaba, ya se sabe, a veces las guardias son aburridas,
no hay nada que hacer y la vida son dos días que están para disfrutarlos.
Pero nadie había dicho que estuviese
contagiado y nadie se había dado de baja del centro, entre los profesionales de
su entorno. En los historiales clínicos del personal, confidenciales pero
accesibles, no encontró ninguna mancha.
Tuvo que empezar a hacer una posible
lista de candidatos, todos sus encuentros habían sido dentro del trabajo,
incluyendo al jefe de planta, menos el cirujano jefe que le invitó una noche
que no estaba su mujer, al Liceo y lo hicieron en el antepalco.
Su marido quedaba descartado, desde que
le declararon estéril, cuando al tiempo de casarse no llegaba descendencia y se
hicieron las pruebas de rigor, su libido
había bajado a mínimos, le decía si le importaba y ella decía que no,
que con el trajín que se llevaba y los horarios perros tenía bastante, que le
iba a decir al pobre, que siempre estaba enfrascado en sus vídeo juegos y el fútbol.
Así que había seguido con su sana costumbre de soltera, de intercalar
conocimientos íntimos con los compañeros.
Pero ahora, todos ellos, esto se lo iban
a pagar, cuando le dijeron de la época en que podía ser el contagio y que
vigilara con su pareja. Pobrecillos se lo dijeron en singular, se pensaban que
era cosa de uno.
El que tenía más números era el cabrón
del jefe del servicio quirúrgico, sí el cirujano jefe Antonio Delomas, ese era
un tipo de cuidado, un trepa que estaba sólo para ganar dinero e iba detrás de
un buen cargo en las alturas.
Así que nuestra heroína Esperanza, se
puso las pilas y al primer día hábil de trabajo en quirófano con él, se
presentó un poquito más sugerente de lo habitual, para que no hubiera dudas
sobre sus intenciones.
Mientras se cambiaban ya obtuvo una
pequeña muestra de que estaba haciéndole efecto y le propuso verse al salir. Le
comentó cenar en su casa, era su
cumpleaños y estaría solo.
Le prepararía algo muy especial, ella le
soltó una frase hecha que resultó mágica. “Espero que me comas a bocados
pequeños”. El se limito a responder
“Tomo nota de tus deseos, como órdenes”.
Su plan era de lo más sencillo,
envenenarlo de una forma lo más sutil y sofisticada posible, y que fuera de un efecto lo suficientemente
prolongado en el tiempo para poder desviar cualquier sospecha sobre ella, como
buena mujer que era, en las artes amatorias, le haría tomar el veneno de una
forma harto placentera.
Cuando se bajaron del ostentoso Audi Q7,
con todos los extras posibles, dentro del garaje de la fastuosa casa en la
parte alta de la ciudad, ya empezaron los arrumacos. Una vez dentro, en una sala
con una espléndida vista a sus pies, le sirvió una copa de champagne, en la que
previamente le había puesto unas gotas de narcótico, ahí mismo sin esperas de
ningún tipo, mientras sonaba estruendosa
la quinta sinfonía de Mahler, la embistió con furia animal, a lo que
ella agradecía las embestidas que le proporcionaban su retorcida venganza,
envenenándolo cada vez más, en cada una de ellas.
Al principio con la pasión puesta en el
acto en sí, no se dio cuenta que aquella bebida se le estaba subiendo a la
cabeza de una forma rápida y extraña, fue perdiendo sensibilidad y
conocimiento, hasta quedar hecha un guiñapo en la suave y mullida moqueta.
Más que una cocina al uso parecía un
laboratorio, todo estaba impecable, absolutamente limpio y desinfectado. Justificaba que por cuestión de
salubridad, para evitarse humos en la casa, pues siempre se escapan a pesar del
potente extractor, tuviera la cocina al
lado de su quirófano de campaña, bromeaba siempre al decirlo, en el
sótano.
Le gustaba enseñar ambas piezas
colindantes a sus conquistas en su última visita a su casa, pues se sentía muy
orgulloso de ellas. Decía que como buen cirujano, para estar
en perfecta forma, era bueno poder practicar en casa, haciendo sus disecciones
en esa sala, lo hacía de maravilla.
Y luego se pasaba a la sala colateral, para guisar unos de sus
platos preferidos, era amante de la buena comida, la que esta guisada en plan
tradicional, con mucha dedicación, mucho tiempo y mucho amor, repetía siempre a
sus conquistas.
En el laboratorio, tenía un pequeño
aposento enjaulado, para poder tener las muestras para sus entrenamientos a
buen recaudo.
En una bandeja de horno, había puesto
cebolla y zanahoria abundante cortada en juliana, con unos ajos machacados
enteros para dar sabor y poder sacarlos en cuanto estuviera la carne guisada,
que la ponía cuando la cebolla transmutaba de color, le añadía una copa de vino
rancio y esperaba pacientemente que el calor hiciera su efecto, ablandando la
carne para su degustación en el punto óptimo de cocción, sonrosada por dentro y
tostada y crujiente por fuera.
Aunque ponía dos servicios en la mesa que
tenía en la misma cocina, solía disfrutar sólo, de las excelencias que se
preparaba, dado que sus visitas, no solían estar en estado de apreciar sus
exquisiteces.
Normalmente había acabado su trabajo de
mantenimiento técnico, como le gustaba decir con sorna, a sus asustados
acompañantes, antes de ponerse a preparar el ágape, al que solo estaban
invitados de una forma un tanto pasiva.
Pero en esta última ocasión, ya sea para
celebrar su aniversario, ya por una especial querencia por la persona, hizo
como tenía previsto, una especial y muy costosa excepción.
Costosa en cuanto le exigió una especial
dedicación en tiempo y en esfuerzo para mantener viva la llama del amor en
aquellos ojos asustados, trémulos y llorosos, incapaces de reconocer su
talento, por estar absorbidos por minucias de la existencia más primaria como
la pura subsistencia.
Sonreía pensando en que ya no podría
abrazarle de aquella manera tan apasionada como se le había mostrado.
Un ligero temblor de manos le empezó a
provocar un desliz al servirse una copa de vino syra, se quedo mirando los
dedos que se empezaban a borrar ante él, por un momento sospechó de haber
tomado equivocadamente algo de narcótico, pero no era posible, empezaron a
fallarle las piernas y mientras se agarraba desesperadamente a lo primero que
tenía a mano para no caer, abrió el horno, el cual mostraba una pieza de carne
muy blanca.
En el fondo ella misma le había
provocado, en un alarde de entrega que en principio la honraba con su notable
aprecio. “Espero que me comas a bocados pequeños”.
El se limito a responder “Tomo nota de
tus deseos, como órdenes”.
Le comentó que se la comería a pedacitos
y ella sonriente y henchida de amor, le dijo que quería estar todo el rato en
su boca.
Caído en el suelo, boqueando como una
merluza fuera del agua, o mejor un besugo, por la cara que ponía, sus ojos se
iban entelando, a medida que pasaban los segundos, y una babilla blanco verdosa
hacía acto de presencia por la comisura de los labios, hasta dejarle fuera del
juego de los vivos.
La estancia en amplia, lo suficiente para
acoger un lavamanos y un mueble auxiliar sobre el que reluce resplandeciente,
todo un brillante equipo quirúrgico. En el centro, bajo una omnipresente luz
producida por la típica lámpara de una sala de operaciones una mesa en la que unas correas de cuero en
las zonas donde se sitúan las extremidades del posible paciente, le dan un aire
elegantemente retro.
Se nota que falta parte del instrumental,
que debe de estar en una palangana con un
líquido rojizo, con gasas, pinzas y demás escampados por la mesa también
manchada, bolsas de transfusiones están por el suelo.
En una esquina, una especie de
habitáculo, alicatado de blanco impoluto y cerrado por una verja metálica
cromada, cobija un ser con ojos asustados, casi mejor decir aterrorizados, de
un cuerpo sometido por una camisa de fuerza a una inmovilidad casi absoluta,
colgada de una cadena que pende del techo le impide dejarse caer al suelo.,
pues las piernas a penas la sustentan con sus temblores.
El dolor en el antebrazo le ha provocado
un cruel despertar, ha mirado a su alrededor para hacerse cargo en donde se
encontraba, para su desespero. No sabe cuánto rato ha pasado y si habrá hecho
efecto su veneno. Le ha bastado un instante, en un flas ha
comprendido la suerte de aquellas becarias que no acabaron el curso, pero
fueron aprobadas por el cirujano jefe en su evaluación.
La cadena está sujeta a una argolla que
va por un raíl que recorre el techo de la estancia y permite depositar el fardo
en la mesa de intervenciones.
La música de los conciertos del agua de
Telemann, invaden toda la estancia y le dan una nota de calidez a un ambiente
tan frío y aséptico.