Caseta de aperos ( foto de I.C.C.)
Hacía
años que la casa no estaba habitada, sólo muy de tarde en tarde, se pasaba
alguno de los hijos de la Sra. Engracia Q.E.P.D.
Cuando
decidieron aceptar las últimas voluntades, en las que se les conminaba a
mantener la casa en pie y no venderla nunca ni alterar la distribución del jardín,
caseta de aperos incluida, les compensaba porque así obtenían, los pisos en la
ciudad, los cuales tenían una valoración muy alta, gracias a los buenos barrios
donde se encontraban y al buen hacer de los inquilinos, que los mantenían en
perfectas condiciones de habitabilidad y decoro.
Por
eso, por turnos y sin empujar, cada x meses, uno de los hermanos Florez, se
pasaba por la casa, la abría para que se ventilara un poco e incluso, si hacía
calor y se aburría, conectaba el riego del jardín.
No tenían muy claro la gran querencia de su madre por aquel caserón antiguo e incomodo
para vivir, que ni siquiera había compartido con su padre, el cual murió muchos
años antes de que existiera, en un viaje de negocios por Brasil que se prolongó
durante bastantes años, bueno todos los que le quedaron pues no regresó ni
siquiera en cenizas.
Amanda,
la pequeña, era la única que se la hubiera quedado, de disponer de medios para
ello, pero la parte a pagar era totalmente imposible para sus escasos medios.
A
parte que el hecho de estar separada de tres ex maridos, dos amantes, un amigo
extraño que le obsequió con un hijo adoptado en Somalia, con la tez blanca como
recién salido de Bloomsbury, le había dejado en un extraño estado de ánimo, que
no conducía al optimismo vitalista necesario para embarcarse en nada.
Se
dejaba llevar por sus ensoñaciones siempre que quedaba sentada en un banco de
aquel jardín, cada vez más agreste.
Recordaba
sus excursiones hasta la caseta, donde el jardinero le enseñaba unos bulbos
peludos que siempre llevaba consigo, escondidos en los bolsillos del pantalón,
junto con una zanahoria.
Era
un señor muy jovial y divertido, que gozaba de la total confianza por parte de
la señora de la casa, pues incluso le dejaba ducharse en la casa, cuando había
acabado su faena.
Nunca
entendió muy bien, porque a su madre no le hicieron ninguna gracia sus correrías
y al poco desapareció aquel jardinero tan divertido, que siempre le obsequiaba
con un chocolate muy bueno.
Al
final consideraban chocherías propias de la edad, las obsesiones de la madre
por qué no se hiciera ninguna modificación en la casa ni alteración en el jardín,
caseta incluida.
Un
día en su aburrimiento existencial, se empeño en abrir la puerta y entrar en
dicha caseta, prácticamente en ruinas, pues nadie se ocupaba de ella y el techo
amenazaba con desplomarse.
Miró
con curiosidad malsana, los sacos de arpillera sobre los que en tiempos, se
estiraba para ser observada por el atento jardinero, mientras le contaba
cuentos de lo más fantasiosos e imaginativos, muy diferentes de los del colegio
de monjas.
Todo
estaba en un estado de deterioro total, el suelo estaba como abombado en la
parte central, cosa que no recordaba de su época juvenil.
Indagó
hurgando con una pala oxidada y mango un tanto carcomido, hasta que éste se
rompió del todo, dejándola en la incógnita si la mano que asomaba, era para
saludar un reencuentro o para una despedida formal que no pudo hacer en su
momento.
Barcelona,
30 Noviembre 2016.