Mujer en el palco de Edward Hopper
Brindis
Esa
puerta no estaba antes, al menos no recuerdo ninguna puerta al final del
pasillo y si no la recuerdo es que no estaba, no existía.
Lo cual
haga, nada más percatarme de ella, sienta esa curiosidad insana de abrir la
puerta, para ver que hay detrás.
Allí no
puede haber nada, porque la puerta no existe, no hay constancia de ella, si
tuviera fotos de esa parte de la casa lo comprobaría de inmediato, pero claro
de un pasillo no suele haber fotos familiares, de la sala o del comedor, o
incluso de la cocina sí que hay, llenas de anécdotas familiares, pero de este
pasillo no recuerdo ninguna y si no la recuerdo es que no existe.
Lo bueno
es que la puerta tiene la misma textura interna que las demás, incluso la misma
tonalidad de amarilleo por el tiempo del blanco original, repintado a lo largo
de los años por varias generaciones de habitantes y que me hacen ahora pensar
en que les toca un repaso.
Antes de
abrirla he tomado aire, como esperando una sorpresa, sin saber si me va a
gustar o no, como el regalo de cumpleaños de la tía Antonia, que es capaz de
acertar con un libro maravilloso o regalarte un jersey horrible color verde
pistacho. Y en ambos casos tengo que tener una sonrisa preparada y un elogio en
los labios para un “No tenías que haberlo hecho”.
Así pues
he tomado aire y agarrando con fuerza el picaporte, he abierto sin más,
fácilmente, con la suavidad de una puerta muy usada, me ha dejado el paso franco
hacia el interior de una estancia muy amplia.
En el
interior se veía una gran sala comedor, con mucha animación, mucha gente con
aspecto alegre, en plan fiesta familiar o de muy conocidos.
Observando
con detenimiento, he podido apreciar, desde una situación como elevada o de
privilegio, estando sobre sus cabezas, una buena panorámica de todo lo qué allí
estaba sucediendo, mi cara de asombro ha sido total. Pero nadie ha prestado
atención a mi interrupción en ese espacio, ni que fuera en lo alto. Me sentía
como en un palco, ante una representación teatral, pero siendo el único
espectador.
¿Cómo
podía haber una estancia tan grande y tan llena, en un extremo de la casa?
Aquello parecía navidad en casa de los abuelos, bueno en realidad lo era. Pues
empecé a fijarme en los miembros de aquel aquelarre festivo, donde todos
hablaban a la vez y se entendía perfectamente entre ellos, con muchas risas de
por medio.
No
conocía a todos los ocupantes, pero sí a la mayoría, aunque ninguno de ellos
prestaba atención a mi presencia, que ya digo era como de sobrevolar por la
estancia o estar en un balconcillo, contemplando aquella multitud festivalera en
plena celebración de un encuentro multifamiliar y amistoso.
Mi vista
asombrada no paraba quieta, iba de un grupo a otro, miraba entre los diversos
corrillos a ver a quién reconocía, a
veces a la primera, a veces mirando en un segundo intento, otras recordando
fotos del viejo álbum casero.
La
abuela con su moño bien colocado y su cara de autoridad puesta, que no obstante
escondía un gran corazón, hecho de esfuerzo ante su tropa de hijos.
Mi madre
a su lado, tan preferida como sus hijas, las cuales no le negaban su derecho al
sitio. Te debo un abrazo, tu marcha fue presta. La tía Encarna, todo humanidad,
un volumen difícil de ignorar, divertida por qué sí, hablando sin parar por
encima de sus hermanas, las tías Herminia y Casilda, que ruborizadas la hacían
callar. Mi tío Alfonso narrando sus destrezas al volante de aquellos viejos
cacharros, mientras sus hermanos más pequeños Pablo y Antonio se reían de sus
batallitas. Quién si podía contarlas, pero era muy discreto para hacerlo, era Eulogio,
marido de Herminia, hombre de pro, serio y circunspecto, pero noble como el que
más, tras sufrir una guerra con prorroga y ser militar hasta el fin, reconocía
las atrocidades que el régimen ignoraba.
Julio su
cuñado, esposo de Encarna, tan voluminoso pero más serio, sindicalista de las
primeras hornadas, engañado y decepcionado con el color azul, supo
reconvertirse en empresario para suerte de sus hijos.
Entre
los más jóvenes, distinguía más por su voz, que por verlo, al primo José,
siempre presto para animar el cotarro. Su hermano le ríe las gracias tomando
una copa.
Mi
padre, siempre como patricio en el senado, platicando sobre excelencias conocidas y tú riéndote a su lado,
tomándole el pelo con el cigarrillo en los dedos, esperando que te de fuego,
mientras es admirado por los más jóvenes con ansias de recorrer mundo. Una nube
de humo se mueve sobre sus cabezas como señal de otros tiempos, en que tener el
cigarrillo en la mano era señal de confraternización.
Estoy
pasmado, veo sin ver y no puedo creer lo que estoy viendo y encima oyendo.
Estando tan cerca pero a la vez distante, no puedo acercarme pues no estoy con
ellos aunque los vea tan próximos y algo me separa que no es la fina capa de
humo.
Ver
aquel compañero de mili, caído en un atentado terrorista por una bomba lapa
trampa, a otro amigo con el que compartimos piso en tiempos muy lejanos ya, o
aquella chica de larga melena con ojos verdes y buenos apuntes universitarios. También
a aquel piloto tan atrevido y simpático, incapaz de acatar órdenes de equipo,
seccionado en un fatal accidente.
Recuerdo
esas comidas familiares, en los que en una mesa inacabable, en la cual una
punta no sabía nada de la otra, se compartían a parte de las suculentas
viandas, conversaciones que un extremo censuraría al otro y se rasgarían las
vestiduras por juicios que ahora deben de compartir tan ricamente.
Me
alegra verlos en armonía, contentos en sus eternas discusiones, por ver quién
tiene razón, sobre algo que olvidaron hace tiempo.
Al
cerrar la puerta al salir, he tenido que girarme para cerciorarme, que no
estuviera, esa puerta que no existe y no está al fondo del pasillo, de una casa
que ya no habito.