No aprendí nada en clase.
Bueno, quizás a situarme en el mundo, aunque mi barrio ya lo conocía
y el resto me pillaba muy lejos.
Las grandes lecciones de la vida superaban, en mucho, el interés
puesto por los profes en inculcarnos la misma lección que a mis hermanos
mayores, por los siglos de los siglos.
Aromas a lápices recién afilados, libros abiertos, batas usadas,
aulas cerradas.
A veces las discusiones a pie de pasillo, a la espera del castigo
pertinente a la última desobediencia, eran mucho más interesantes que la hora de
monólogo en clase.
Había un padre en concreto, que se te quedaba mirando con aire de
manifiesta curiosidad superior y se entretenía en mirar silenciosamente tus reacciones, sentado en su imponente mesa
cargada de trabajos, mientras esperabas
alguna palabra reprobatoria o no, a tus actuaciones, pero no, solo miraba y a
veces, algunas veces sonreía. Ante lo cual lo mejor era marcharse y esperar, o
no, qué en algún momento del día te dirigiera la palabra.
Declinaciones, tablas, listas de prohombres, reyes de reinos olvidados,
accidentes geográficos, autores de renombre con obras que no sabíamos leer,
problemas matemáticos de cosas imposibles de que te pasaran alguna vez en la
vida, formaban parte de nuestra educación media.
En un despiste, fuera de hora lectiva, te enterabas de la
existencia de un poeta, de un disidente o de un rebelde, siempre por causas
nobles y muy, pero qué muy patrióticas.
Chirriar de tiza enfrentada a una pizarra hostil, que no sabe nada y te lo dice.
Chirriar de tiza enfrentada a una pizarra hostil, que no sabe nada y te lo dice.
Empecé a juntar letras, para construir con palabras más o menos
conocidas, aquellas frases que explicaran lo que sentía, al menos como forma de
salir del mundo perdido de mi interior.
Gustó lo suficiente para qué me miraran mal, con ese aire de
superioridad que da el ejercicio del poder académico, ante las obras fuera de
cánones de la verdad aceptada y digna de ser prodigada.
Lo hacía mejor que ahora, que con tantas capas encima no sé dónde
está mi verdadero yo autocritico.
Pero eran épocas en qué las palabras se las llevaba el tiempo y las
hojas el mismo viento otoñal que limpiaba las calles.
Largas colas bien formadas, sobre baldosas de patio húmedas y
frías; recuento de prisioneros para empezar el día.
Crucifijos por doquier, santos martirizados con saña, expuestos por
lugares estratégicos y prominentes.
Vírgenes con tierna mirada pendientes de nuestras ofrendas, lirios
en la mano, es mes de María, pureza, pureza, pureza.
Evasión, cine de acción, malos muy malos y buenos tontísimos, pero
se quedan con la chica, besos abortados, los caballos corren estáticos, entre nubes de polvo,
los indios muy gritones, nos muestran una moda imposible.
Ruido de críos tras la pelota, dura como una piedra, trapos y
papeles en lugar de aire, para que bote poco y no se escape fuera del patio,
ahí donde está la vida real.
Chasquidos como disparos en el frontón, dándole con la misma rabia
que al profe de la vara o al matón de turno.
Aviones de papel volando tras las ventanas, para comunicar a una
calle incrédula, que una primavera es posible.
Excursiones, sol plomizo, ascensión al Monasterio, escuchar la
salve, cantos gregorianos. ¿Por qué las mariposas perdían su poco tiempo acompañándome?
Misa, Ángelus, Rosario, Mes de María, Vía Crucis, oración,
confesión, penitencia, libres de pecado, volver a empezar.
Todos juntos, obedientes, bien peinados, batas cosidas.
Frío en las aulas, calor humano, correr en el patio, gritos de
desahogo, pelotazo al vigilante, ha sido sin querer, palmadas al tirador.
Compañerismo de los oprimidos, amistades y lealtades a prueba de
siglos.
Leer, leer mucho, leerlo todo, incluso libros que están forrados, para
no mostrar sus inmundos pensamientos escondidos tras procaces portadas.
Esperando la Libertad.
Barcelona, septiembre 2016.