Foto de A.C.P.
Miles Davis
In a Silent Way - 1969
Comida Casera
Ofelia, sentada en su sillón de lectura, donde recibía toda la luz natural, que la sala recibía del exterior en aquellas horas próximas al mediodía, se deleitaba con su copa de whisky, paladeando lentamente, tomando pequeños sorbos, de aquel invento humano, capaz de transportarte a conocer una escala de sabores muy matizados y siempre deslumbrantes. Además, le traslada por mundos lejanos, esos que solo existen en la imaginación.
Arturo, una vez hubo recogido las cosas de la mesa, llevándolas a la cocina, puestas cada una en donde tocaba, ya fuera el lavavajillas, el bote de las almendras, o la papelera para las servilletas y el resto a la basura.
En aquella casa se reciclaba adecuadamente y no hacía falta saber la enésima campaña municipal en que, machaconamente y con una música de lo más hortera, lo explicaba, para que se supiera dónde iba cada cosa.
Hasta él sabía, donde iría a parar cuando fuera una vulgar chatarra inservible. Contempló a la jefa, con el libro en el regazo, la copa en la mano y la mirada perdida tras la ventana, a saber, en qué estaría pensando, seguro que, entre otras cosas, en los tejemanejes del vecino, un tipo mayor, pero que no se cansaba de intrigar, para obtener beneficios de las piedras. Luego estaba el tema de la vista, que no le alegraba los días, precisamente, con la cantidad de consultas que había hecho sobre el tema, podía desarrollar una tesis, si se lo pedían.
A Ofelia, nada de momento, le hacía presagiar el final de sus tortuosos días de mala vista, estaba pendiente de más pruebas, para ver si, finalmente, la podían operar sin afectar la zona de forma demasiado invasiva, era un no parar de una agenda que se le iba alargando en demasía, todo sobre aquel aspecto que tanto le afectaba, se dilataba en exceso en el tiempo, condicionando de alguna forma, su futuro tanto académico como el laboral, aunque ante todo hay que decir, que había recibido una buena comprensión por los gestores de ambas actividades.
Como el leer le era dificultoso y cansino, tiraba mano de su fiel Arturo, fiel por qué no le quedaba otro remedio, dada su programación muy depurada, para que no se fuera de la lengua, es un decir, con José Carlos, por ejemplo. Pero esa voz, que ya no era la entrecortada del principio, sí tenía esa agudeza metálica de serrería o alguna labor de esas desagradables, no mucho, pero sí lo justo, para que si le recitaba algo con una carencia a todas luces con una modulación conveniente, tipo poesía, le rechinaran los oídos.
Arturo, que era de hacerse pocas preguntas, así mismo, siempre le extraño, que Ofelia le pidiera narrar ciertas cosas, siempre con el mismo tono monocorde, como si de un documental, o estudio técnico, se tratase y no aprovechara las diversas modulaciones de voz de las que disponía. Tenía claro que los humanos eran unos seres muy limitados en sus apreciaciones, sobre el mundo que les rodeaba. Y eso que él no podía hacer juicios de valor, solo estadísticas.
En esto, Ofelia se levantó, dejó la copa en la cocina, le comentó de pasada a Arturo que comería fuera, no tenía ganas de prepararse nada, había un restaurante especializado en comida casera, la de toda la vida, en el chaflán, de esos de toda la vida, regentado por una señora, de edad indefinida, casi siempre de negro y a quién no se le escapaba ni un detalle, de todo lo que acontecía en el local, tanto en sala, barra, o cocina. Tenían una relación calidad / precio, como se dice ahora, envidiable; un menú de esos para chuparse los dedos a un precio muy razonable, lo cual hacía que siempre estuviese lleno, con colas en la calle, dado que aquella era una zona con mucha oficina, con empleados que se quedaban a comer para evitarse los infernales traslados a sus casas, en los transportes públicos siempre abarrotados a esas horas.
Cuando llegó, dada la hora, ya estaba lleno y con gente esperando turno, entró dentro para preguntar a Pilar, la dueña, para cuándo podría tener mesa libre, cuando... ¡Oh casualidad! Vio a Tomás, tranquilamente sentado ante una mesa, sirviéndose una copa de vino, mientras parecía esperar la llegada de la manduca.
--¡Hola Tomás, qué casualidad!
-- Ya ve, Sra. Ofelia, aquí esperando me traigan la carta. ¿Ud. también viene por aquí?
-- Sí, bueno, de tanto en tanto, pero no muy a menudo.
--¿Le importa si me siento con Ud.?
-- Oh, Sra. será un honor, si a Ud.no le importa estar con el portero.
-- ¡No diga tonterías! Además, es el conserje, (enfatizó riendo) mientras se sentaba, poniendo la chaqueta y el bolso, en el respaldo de la silla.
--¡Gracias, Sra. Ofelia!
--Por cierto, Tomás. ¿Creía que comía en el ático? Por aquello de su integración en la sociedad barcelonesa. (Soltó irónica Ofelia, con casi una carcajada).
--No se ría de mí, que esto es serio, mi integración va muy bien, casi me considero de aquí de toda la vida. Pero la maestra, tenía que atender sus labores propias.
--¿Su marido? Inquirió Ofelia.
-- Bueno, dejémoslo ahí.
--¿Ha pedido ya?
-- No, aún no.
Sonrieron ambos, dedicándose a mirar la carta, para elegir platos.
Cuando llegó la pizpireta camarera, con un dragón tatuado en el brazo, ya sabían qué pedir, salmorejo de primero, con sus virutillas de jamón y picadillo de huevo duro y de segundo albóndigas con sepia para él y para ella unas sardinas en escabeche.
¡Marchando! Proclamó la camarera.
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Terrassa, 31 mayo 2024