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Doña Soledad vivía en un apartamento de considerables proporciones,
en una zona céntrica de la ciudad, donde
actualmente los pisos eran reconvertidos en oficinas, herencia dejada por su
difunto marido, Don Carlos de Portazos, hábil comerciante de vinos y aceites,
que convenientemente adulterados, le dieron pingües beneficios.
Como la casa estaba en
plena avenida principal, no tenía problemas para tener los pisos ocupados, la verdad es que tenía incluso lista de espera.
Lo que permitía a la viuda vivir de las rentas que el alquiler de los otros
apartamento le proporcionaban, menos la exigua comisión que su administrador se retiraba.
Sin tener en cuenta que los recibos que cobraba y los que le
mostraba a ella en los estados de cuentas mensuales, no tenían nada que ver. Pero eso es otra historia.
Eso hacía que Doña Soledad, sin vivir con agobios, si
sintiera la necesidad de hacerse con un dinerillo extra, para gastos esporádicos y de capricho, para sentirse más segura, o para ayudar a la
parroquia de Don Miguel, por ejemplo, pues las puertas del cielo, podían ser caras
de abrir.
Una de sus digamos, otras actividades pecuniarias, era el alquiler
de habitaciones por tiempo reducido, nada de inquilinos molestos deambulando
todo el día por su casa, si no gente tranquila, de la que vienen a echar una cabezadita al mediodía, o a tomar
un té a media tarde, todo en horas normales, a plena luz del día.
Bueno los clientes venían siempre acompañados por lindas
señoritas o amantes furtivas, pero todo ello, no le importaba demasiado, tenía muy claro que
no había que juzgar la moral de los clientes.
Dada la amplitud de la casa y el hecho de tener escalera de
servicio, le facilitaba bastante la cosa del anonimato y la entrada y salida
por separado de las diversas parejas alojadas.
Un habitual era Don Roberto, hombre de carnes fruncidas,
moreno de sus estancias en el canódromo y el hipódromo, las apuestas eran su
fuerte, aunque se lo gastaba todo en chicas que iban a la última y sólo bebían champagne.
Otro que también solía venir asiduamente, era Don Rodolfo,
un prohombre que tenía su bufete a una manzana de distancia, y que coincidía
con su secretaria, ambos eran miembros de la democracia cristiana lo que les
hacía ser muy indulgentes y perdonar el comportamiento libidinoso de sus
compañeros de estancia.
El tercer elemento en discordia, no era cliente, bueno sí, pero
era una mujer. Una famosa diseñadora de trajes de novia y otras prendas para lucir en grandes fiestas, que tenía uno de los atelier más famoso de la
ciudad, que era decir del país, justo en la finca vecina.
No tenía pareja fija, a veces venía con su
diseñador principal, con un aspecto bastante amanerado, de pega pero muy marcado. Otras veces venía con
alguna modelo, que se avenía a todo con tal de prosperar en su carrera.
Se trataba siempre gente estable, de total confianza, nada
dada a los escándalos y que apreciaba en mucho la discrecionalidad de Doña Soledad, a la cual no le discutían en
absoluto sus emolumentos ni el precio de los extras, cobrados al valor del estraperlo,
en plena época en que dicha palabra ya no decía nada a nadie.
Diose la casualidad, de que Elvirita, la hija de Don
Rodolfo y su legítima Doña Elvira, se estaba haciendo las pruebas de su vestido
de novia, para casarse con Arturo, que ya había empezado a trabajar como
abogado pasante en el despacho de Don Rodolfo.
Evidentemente Elvirita
no estaba al corriente de lo que se denominaba las debilidades de la carne,
aunque ello no indicase que fuera vegetariana.
Se había cogido de la mano con Arturo en los paseos por la
rambla y en un baile habían estado abrazados.
Así que cuando Aurelia, la sofisticada diseñadora, le dijo
que tenía un talle perfecto una nuca de cisne, una mirada embriagadora y otras
cosas por el estilo, se le empezó a nublar la vista a lo que ella le dijo de
acompañarla a un salón de té privado donde podría reponerse.
Ese día casualmente, tenía Don Rodolfo que pasarse por la notaría a firmar unos documentos que llevaba su discreta secretaria para todo,
aunque antes decidiesen tomarse un pequeño refrigerio en casa de Doña Soledad.
Don Roberto había tenido un día de excesiva suerte y, eso le
producía un resquemor, solo apaciguado estando en
buena compañía, que ese día casualmente fue con una antigua compañera de
colegio, muy nerviosa por los prolegómenos de la boda de su hija y que tenía
necesidad de aplacar.
Normalmente las estancias estaban listas y preparadas para
recibir a las visitas sin dilación y esto hacía que fuera raro tener que
esperar en salón, aunque a veces ocurría, y así fue como ese día casualmente
ese día, por primera vez en su vida Don Rodolfo, Don Roberto y Doña Aurelia, se encontraron
como si tal cosa con sus acompañantes Elvirita, Doña Elvira y Engracia la
secretaria para todo, en un salón de una casa privada, donde servían un champagne
excelente y a la temperatura correcta.
La cara de sorpresa duró poco, excepto en Elvirita, rápidamente
optaron por decir que iban a su habitual partida de bridge, de los martes, en
la que Engracia hacía de anotadora y controladora de las cartas.
Se sentaron en una mesa y empezaron la partida como si tal
cosa, hablando de lo mal que estaba el país que todo era culpa de los políticos
y que la iglesia estaba degenerando siendo tan permisiva.
Elvirita se sentó en un silloncito, contemplando con asombro
el desarrollo de la partida, sintiendo una cierta desazón, como un cosquilleo
muy interior y un cierto sofoco.
Hay casas que guardan secretos, si éstos son llevados con discreción. Entre adultos, propones un punto e encuentro plausible y hasta cierto dotado de ternura.
ResponderEliminarMe gustó mucho. Un abrazo.
Comportamientos sociales propios de otra época, llevados a situaciones rallanas con el absurdo. :D
EliminarUn abrazo.
Fino sentido del humor. Historia divertida y hábilmente escrita, de una parte de la sociedad, en la que si no falta el dinero, casi todo está permitido.
ResponderEliminarUn saludo.
La burguesía de mediados del siglo pasado y sus civilizados comportamientos.
EliminarUn saludo.