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Todas aquellas casas me llamaban, de
forma sutil y casi oscura, pero con gran insistencia, muy apremiantes en sus
ganas de conocerme.
Y me preguntaba que hacía yo allí,
asombrado ante sus secretos, que no siempre querían contarme, pero el hechizo
ya estaba formulado.
Me había paseado por todo el barrio
preguntando curioso por todo a todos sus moradores, me refiero a los de verdad, los que estaban todo el año.
En realidad no sabía que buscaba, me
limitaba a hacer preguntas, de cómo vivían, que hacían, como se ganaban la
vida, cosas prosaicas pero no todas con respuesta, aún existía el miedo al
forastero.
Algunas casas tenían sus recuerdos,
las que formaban parte del pueblo, barro y cal sacado de su tierra, con sus
tejas enmohecidas por mil lluvias recogidas en el río.
Las otras no, eran villas hechas en
la opulencia de quienes tenían un capricho. Aunque me facilitaban mejor la
entrada por ser uno de ellos.
Pero no tenían historias que contarme
y eso que en la mayoría, el paso de habitantes había sido mucho mayor por la
temporalidad de sus estancias.
Recorridas algunas a escondidas,
otras conocidas antes que sus residentes del momento, les faltaba esa patina
del tiempo necesaria para formar un hechizo.
Mientras, cruzaba la corriente de
agua, de un río sin gran vocación de serlo, saltando de piedra en piedra,
debido a la mengua estival de caudal, que nos facilitaba el paso directo sin
necesidad de dar un inmenso rodeo hasta el puente, justo al otro lado de mi
lugar de residencia.
Así observaba las torres que me daban la espalda, la verdad
es que nunca entendí muy bien por qué una carretera era mejor panorámica que
una fluida y refrescante agua,
transitando eso sí, con mayor o menor caudal en función de la época estacional.
Cuando pasaba por ahí, me sorprendía una
inmensa nave, con un persistente sonido de telares faenando sin descanso, en el
que unas mujeres tejían las telas con las que confeccionar prendas de ajuares.
Al ser de ascendencia algodonera, aun
sin haber estado nunca en una fábrica de tejidos, me sentía ligado a aquella ruidosa
nave, escondida del pueblo y saludaba con educación a sus habitantes.
Pues el dueño, gerente o mayordomo,
vivía con su inmensa prole en una casa anexa con pinta más de masía que de
torre veraniega, en donde las gallinas paseaban a su aire, los conejos miraban
desde sus jaulas y los perros dormitaban en la entrada.
Al ser una familia numerosa, en esa
época se premiaba tener mucha descendencia, tenían miembros de todas las
edades, incluida la mía, un chico pelirrojo
que solía estar solo.
Tanto por delante como por detrás
tenía hermanas y no era muy de su gusto jugar con ellas; así que saludando al
pasar, luego preguntando y más tarde acompañándome un trozo en mi camino, fui
sabiendo de su vida.
A pesar de ser del pueblo, no se
hacía con sus habitantes, con los chicos por una cuestión de clase, el
estudiaba en un internado y no era considerado de ellos.
Por otra parte los que como yo
estábamos considerados colonia, es decir veraneantes de paso, aunque llevásemos
la mayoría, un montón de años yendo a pasar los veranos; tampoco le contemplábamos como uno de los nuestros, pues era del pueblo.
Así que el pobre estaba en tierra de
nadie, gracias a mi pudo tener compañía y a mí me puso al día de todas las
casas y sus habitantes.
Estaba bien informado y además
entendía que fuera llamado por ellas, no se burlaba como otros compañeros a quienes empecé a contar mis curiosas experiencias.
De todas formas no quiso acompañarme
en mis indagaciones, prefería mantenerse al margen de ellas, por cuestión de
buena vecindad supongo, el no molestar, no parecer chafardero de las cuitas
ajenas, esas cosas.
Por eso fue él, quién al cabo de unos
días desaparecido, pudo orientar en mi búsqueda; fui encontrado en un viejo e
inmenso caserón en forma de castillo, en el que me había introducido por
escalando por un desagüe, hasta introducirme por un balcón.
Una vez dentro, una barandilla
carcomida cedió, quedando en el hall de entrada con las piernas rotas y el
cuello desnucado.
Ahora soy yo quién le acompaña en su
camino, pero no suele enterarse, prefiere escuchar las risas de su compañera de
turno.
Fantástico. Qué bien escribes. El final , sorprendente. Me ha gustado mucho.
ResponderEliminarUn abrazo
Caramba muchas gracias! me alegro que te guste.
EliminarUn abrazo.
Alfred que buen relato, invita a seguir con un continuará...
ResponderEliminarUn fuerte abrazo.
Muchas gracias!!!Bueno ya veremos :)
EliminarUn abrazo fuerte.
Muy educado, diplomàtico, y señor de la pluma.el escritor nos escribe un drama, que bien pudiera ser cierto, en una época donde en las colonias textiles de cara a fuera, todo era un enigma.
ResponderEliminarMuchas gracias! Cierto no lo sé, pero verídico si parece :)
EliminarSaludos.
Me encanto tu post, la manera como lo describes me llevo al lugar ...hasta me parecio ver un perro blanco dormitando :)
ResponderEliminarSi, tienes razon al "forastero" casi nunca se le cuentan historias...ahh si te contara!
Lindisima la foto del castillo...o caseron como le llamas...me encanto!
besos, feliz semana!!
Como has sabido que había un perro blanco ? ;)
EliminarLos forasteros pasan, por eso no cuentan.
Muchas gracias por tu comentario.
Besos y linda semana.
Joder... que fuerte el final.
ResponderEliminarBuenísimo.
Bravo.
Saludos.
Gracias Toro.
EliminarSaludos.
Ufff la barandilla...
ResponderEliminarVaya giro final!
Felicidades y un beso.
No hay que fiarse de esas casas viejas ;)
EliminarMuchas gracias!
Un beso.
Transitando por tus letras que nos dejan momentos de variada sensaciones
ResponderEliminarFinal tal de penitencia por invadir silencios
Saludos y buena semana
Muchas gracias por tan bello comentario.
EliminarUn abrazo Abu y feliz semana.
Misterio y curiosidad por toda la vida escondida en unas casas de ventanas cerradas.
ResponderEliminarEl final, sorprendente y aleccionador.
No me lo esperaba.
Me gusta sorprender ;)
EliminarUn saludo.
;)
Eliminar:)
EliminarEsa barandilla traicionera segando un final un poco más feliz. Pero esas torres, que tan altivas dominan las colonias de textiles, dan para imaginar mil cientos, de finales bastardos.
ResponderEliminarUn beso
Si, otros finales eran posibles, incluso un poco más amables, pero tener un espíritu paseando no está mal. ;)
EliminarUn beso.
Buen relato, con una sorprendente guinda final.
ResponderEliminarSaludos.
Gracias Macondo!
EliminarSaludos.
¡Aouch! Tan bien que íbamos, para terminar siendo el fantasma narrador. Con mo que me llaman a mi las casas abandonadas. Tendré cuidado!! Estupendo relato.
ResponderEliminarUn abrazo grande.
Jajaja!!! Es lo que tienen las casas abandonadas y más si es un falso castillo ;)
EliminarUn gran abrazo.
La afición por conocer los secretos de las casas misteriosas, puede tener fatales consecuencias ;)
ResponderEliminarMuchas gracias!
Saludos.
Me has tenido absorbida leyendo tu relato, muy bueno, por cierto, el final ha sido el broche de oro.
ResponderEliminarHay casas que tiene historias que contar de los habitantes que tuvieron y otras que atraen la curiosidad para llevarse a los que las visitan con ellas.
Dices en tu comentario a mi entrada que la orquidea tuvo un triste fin, es el fin de todas las flores, languidecer y morir, y, como dices, fue la premonición de un amor que como ella murió.
Besos, feliz semana.
Muchas gracias! Entonces ha cumplido con su cometido :)
EliminarLa orquídea es tan bella como delicada, necesita mucha atención, como el amor.
Besos y buena semana!
Buenísimo, y ese final estremecedor. Tus descripciones hacen extensa la brevedad del relato, Todo un recreo :)
ResponderEliminarUn beso Alfred!
Una crítica que es un placer tenerla ;)
EliminarUn beso Sofya!