LA HUIDA









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El salario del Miedo


Pablo II

Después de la opípara cena, me quede traspuesto, estirado en aquel catre de aspecto militar, o al menos tan incómodo como si lo fuera.

No sé cuanto rato estuve dormido, pero desperté abruptamente, en medio de un silencio sepulcral, parecía que no hubiera nadie en la casa, ni ronquidos ni siseos.

Ya había investigado la ventana y la puerta, pero lo volví a hacer, con la esperanza de descubrir una forma de abrirlas, a poder ser sencilla.

Por eso cuando, giré el picaporte y se abrió la puerta sin más, me dije que algo no cuadraba, lo cual no impidió que asomara la cabeza fuera de la habitación.

La llave estaba puesta, se habrían olvidado de girarla, al llevarse la bandeja con los restos de la cena, mientras dormía.

Estaba claro que me consideraban un pardillo, totalmente inofensivo, y me veían incapaz de intentar nada por defenderme.

Observe con sigilo la zona, un baño, una cocina en la que goteaba uno de los grifos, una sala comedor y un recibidor minúsculo, con una puerta cerrada, que no tenía la llave puesta.

Todo no podía salir tan fácil, así que opté por deslizarme fuera por la ventana del baño, que dado su pequeño tamaño, no habían atrancado de ninguna forma.

Una vez en el exterior, me fui hasta el coche, cerrado a cal y canto, envolví una piedra apropiada con mi camisa, y tras un fuerte impacto en la ventanilla, conseguí colarme dentro.

Había visto cantidad de pelis y series como para hacer un puente con los cables y arrancar el coche, no antes de dejar que se deslizara suavemente pendiente abajo, controlando con el freno de mano que no se entusiasmara y acabáramos antes de tiempo la huida.

A más de doscientos metros, lo puse en marcha y encaré hacia la carretera, solo pensé en salir lo más rápida y asépticamente posible.

Por suerte, con la luz de la luna, tenía suficiente para guiarme por la pista, sin tener que encender las luces del coche.

Tenía gasolina para poco más de cien km. Y no recordaba si sería suficiente para llegar a una especie de poste de avituallamiento, no llegaba a ser una gasolinera, que habíamos pasado en la parte final de la ida.

Aunque había desinflado las ruedas del pick-up del visitante, reventando las válvulas de las ruedas, con la misma piedra, dejando mi camisa hecha un desastre; por suerte en el coche había una chaqueta, pistacho chillón, de Bea, que me puse, quedándome en plan manga tres cuartos.

Con esa pinta, y los ojos en el cogote, abandoné el coche, empujándolo por un terraplén, esperando que no se viera, desde la carretera, alas ochenta millas justas de haber salido de mi encierro.

Con esa pinta, no era muy seguro ser visto por nadie, así que caminé de forma subrepticia, lo cual me hacía ser lento en mi avance, dadas las medidas de seguridad de ir por márgenes y terrenos incómodos.

Como era una carretera, de una categoría muy deficiente, para los estándares por mí conocidos, pues ni siquiera las carreteras comarcales o incluso las pistas forestales, de nuestro pequeño país, tenían una falta de señalización tan notoria.

Después de revolcarme por el suelo, cada vez que veía acercarse unos faros, contener la respiración, levantarme y seguir, sin saber cuánto había avanzado y si mis fuerzas me darían para llegar a alguna zona civilizada, me encontré con el famoso poste de combustible.

Donde un camión cargado de madera, estaba repostando, supongo que después de haber sacado al gasolinero de la cama.

Ambos me miraron como si fuera una aparición surgida de las tinieblas, llevándoles las bienaventuranzas.

Aproveche su desconcierto, para pedirle al chofer si me podía llevar, a lo cual no se negó siempre y cuando obtuviera un beneficio económico, el cual podía prometer, pero no cumplir, les explique someramente mi situación, sin entrar en muchos detalles, más bien era un tema de estafa y de que como ciudadano de mi país podría obtener ayuda de la embajada.

Así me vi camino de la civilización, durmiendo en la trasera de la cabina de un camión mastodóntico, sueño de cualquier crío, rodeado de fotos que les harían soñar de mayores.

Mi sorpresa fue mayúscula cuando, cómo pago por el servicio prestado, lo único que me pidió, fue que le hiciera un retrato de su mujer, que estaba de gira por Europa.

No tenían hijos, pero a su vuelta, se pondrían en ello, me lo dijo con un guiño, pasándome la foto de una hermosa brasileña, era Bea.


4 comentarios:

  1. Me gusta mucho esta huída de un secuestro rocambolesco, contra un pobre pintor. El final de esta historia es de verdad un "rizando el rizo" que me ha encantado.

    Un abrazo, Alfred.

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  2. Thriller original, y como es típico rodeado de misterio y suspense.
    Consigues envolver al lector y hacerlo participar de tu escrito. Me ha gustado.

    Un saludo

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    1. Gracias, intento una historia intrigante cuyo desenlace aún está por ver.
      Un saludo.

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