Imagen obtenida de internet. ¡Gracias!
Sabía que sin sol no se podía vivir, se necesitaba su luz y calor, para seguir vivos, moverse en aquella tierra inhóspita en la que había nacido era difícil.
En un páramo desierto, sin compañía que le indicara que
hacer, sólo algunos animales que huían ante su presencia y congéneres que se
reían de sus atribulaciones.
No le quedaba otra opción que seguir hacia el ocaso en busca de ganar tiempo al
sol, no ceder ni un palmo de terreno, para asegurarse estar siempre iluminado y
caliente por el astro rey.
Eso le llevaba a un desgaste enorme de sus energías, que a duras penas iba reponiendo con frutos y
alimañas comidos con prisas y de malas maneras.
Así transcurría su día, siempre en marcha sin desfallecer,
atravesando campos, subiendo montañas, vadeando ríos, nadando mares, en una
lucha sin cuartel para no perder su esperanza de vida.
Hasta que empezó a sentir los desiertos más agrestes, las
cordilleras insuperables, los ríos infranqueables y las cimas demasiado
elevadas.
Sus fuerzas se agotaban por momentos y la carrera por no
perder los rayos benefactores, se perdía irremediablemente, poco a poco, su
suerte estaba echada.
Cuando estaba entrando en la penumbra y sintió su fin
cercano, le entró una desazón inmensa, por estar solo, acabar sin ninguna
compañía a quién desvelar sus pensamientos.
Acumulados en ese día
sin fin, en contadas ocasiones, cuando era más joven, había perdido el tiempo
con cruzar unas palabras con los habitantes de los poblados y aldeas que
cruzaba apresurado.
Y ahora, con sus fuerzas en declarado abandono , y la
oscuridad de la noche cerniéndose sobre él, como un sudario, sentía que los necesitaba.
Un hombro donde apoyarse en su caída, una mano afectuosa en su frente, unas palabras
susurradas al oído, le harían la despedida más aceptable.
Vio una luz, pequeña, apenas un hilillo de claridad,
proveniente según se acercaba de una cabaña, pobre pero muy acicalada, con muchos tiestos con flores
en la entrada y en la ventana.
En plena penumbra llamó, convencido que era lo último que
podría hacer su cuerpo antes de desobedecer por completo.
Una mujer mayor, le abrió, le acogió, lo acercó al fuego de
un hogar, donde un suave aroma de verduras, sobresalía de una olla, de la que
sacó un poco con un cucharón, para que tomara algo caliente.
Se sintió ligeramente mejor, se quedó acurrucado ante el
fuego, sintiendo como su calor entraba en su cuerpo.
La mujer no le preguntó nada, simplemente le cedió una
manta, para que se sintiera aún mejor, y le explicó que tenía un rebaño de
cabras, que se cuidaba de ellas y de su huerto, que hacía unos excelentes
quesos, que le venían a buscar.
Nunca se había movido de aquel lugar, sus fantasías se
reducían a recorrer el mundo a través de los libros que le traían sus clientes.
El asentía con la cabeza, y pensó que su muerte podría esperar,
ni siquiera un poco, en llegar.
Condiciones extremas, sufrimiento, agotamiento hasta el límite, esperanza y vida.
ResponderEliminarMe recuerda un poco a las pelis de "arte y ensayo", de aquel tiempo.
Aunque el autor debería explicarse un poco, la redacción es impecable.
La interpretación es libre, el autor narra.
EliminarGracias!
Un saludo.
Este está bien, Alfred.
ResponderEliminarSaludos
Me alegro de que te guste.
EliminarUn saludo.
El sujeto tenía que seguir hacia el oeste. De forma incansable. Por esquivar la noche y con ella verse.
ResponderEliminarCuando la cabrera le abrió su puerta, pudo recorrer nuevos destinos, a sabiendas de que en cada libro se habría un mundo, donde Sur y Norte, Este u Oeste, podían conducirle a sí mismo, sin miedo a la oscuridad.
Un abrazo, Alfred y Feliz 2014!
En la busqueda de la eternidad, sucumbe ante sus limitaciones, descubre tarde que la idea infinita es un fragmento perecedero de algo inalcanzable.
EliminarUn abrazo y feliz año nuevo Albada.