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Tras el encuentro en el lugar acordado, darse el abrazo y los besos de bienvenida, echarse mutuamente piropos por el estado de salud mostrado en sus caras.
Intercambian opiniones por donde deben dirigir sus pasos, optando por lo más obvio, descender por el gran paseo, una de las avenidas más señoriales de la ciudad, en la cual están todas las marcas que quieren ser algo en el ideario consumista, ya sea el elitista como el populista, conviven en plena armonía sin molestarse.
Iniciado el trayecto, empieza una charla en la que se ponen al día sobre las últimas noticias de sus vidas respectivas, aderezado por anotaciones sobre sus diferentes experiencias relacionadas con el tradicional Paseo.
Los locales amplios y lujosos, anteriormente ocupados por entidades bancarias y centros corporativos de las principales empresas del país, han dado paso a centros de moda, instalaciones de cadenas gastronómicas, tiendas de lujo y joyerías no menos exclusivas, visitadas por turistas sin presupuesto cerrado.
Su charla no decae en ningún momento, y en situaciones de punto muerto sacan a relucir algún trapicheo del político de turno, para reanudar sin problemas hasta iniciar un nuevo tema.
La avenida está en pleno apogeo, es difícil caminar en ella, estamos en fecha de puente laboral, y los conservan su puesto de trabajo bien remunerado, circulan por las tiendas viendo lo último para ponerse en la temporada estival qué se avecina.
A medida que descendemos, el tránsito humano se va espesando, vemos las largas colas para entrar en edificios emblemáticos, que son enseñados cómo obras de arte en sí mismos. Sin la vida interior para la que fueron construidos.
En ocasiones nos vemos separados por el gentío en sentido ascendente, para las autoridades municipales, en una muestra del éxito turístico, del reclamo bien hecho por ellos atrayendo público. Para los centros comerciales un problema de control ante tanta avalancha que solo suele mirar y toquetear las mercancías.
Los bares y restaurantes, perdieron su inicial actividad, para reconvertirse en centros de acogida para descanso de masas con derecho a consumición, sin preguntar por su composición y menos por el precio.
Entramos en alguna tienda, para lo cual solo has de dejarte llevar, y tras observar, comparar y cotejar, salimos con alguna adquisición.
Ya con bolsas, nos sentimos más copartícipes de la energía que envuelve a los paseantes, parece que nos incorporamos a la corriente humana con más derechos.
Esta se incrementa por momentos hasta llegar a la gran plaza, centro grácil de la urbe, donde gracias a su amplitud te permite un respiro vital.
Otros centros comerciales nos acogen para intentar exprimir nuestro deseo de realización personal, uno de ellos con la coartada cultural, música, películas, ordenadores, tabletas, incluso libros.
Con uno bajo el brazo nos incorporamos al río humano que desciende por la rambla, esquivando trileros, estatuas humanas, puestos de avituallamiento rápido y un sinfín de obstáculos para el paseo sereno y tranquilo.
Llegamos a una de las antiguas calles comerciales que nos lleva al centro de decisiones, tanto de la ciudad cómo del país.
En uno de sus locales, nos aprovisionamos de unas galletas excelentes, hechas al estilo tradicional del norte del país vecino, de mantequilla y con rellenos de fruta o chocolate, estupendas para la dieta.
Cuando llegamos a la plaza, donde están las oficinas del tramado administrativo del municipio, nos embelesamos con la extraordinaria escultura, puesta por el excelentísimo ayuntamiento, para disfrute de nuestros ojos, achicados por tanta magnificencia, en recuerdo de una tradición secular, de subirse unos encima de otros para llegar al balcón de las autoridades.
Pasamos de la plaza chica a la más noble, centro político de la nación sin estado, estado sin nación, donde sorteando los grupos de aficionados al abucheo, en espera del político destacado del día, para reírle las gracias.
En una de sus esquinas, superando el paso del tiempo, con la dignidad del trabajo bien hecho, nos espera un tradicional local, cuyos bocadillos, han hecho las delicias de miles de ciudadanos anónimos.
Acabado el trayecto, retornamos a la parte anónima de la ciudad, cogiendo un autobús que nos traslade, cansados y satisfechos, hacia las faldas de la montaña que delimitan la gran urbe.