Local abarrotado (foto de BcnRestaurantes)
Cuento postnavideño
Ponga un pobre en su mesa
Al salir de trabajar, tuvo la suerte de que un
compañero se ofreciera a llevarla en coche. Eso le hizo ganar un tiempo
precioso, que dio como resultado esta linda historia.
Nuestra heroína, mujer de buena semblanza y mejor
corazón, trabajaba en eso de la sanidad pública, con lo que veía a diario lo
que se ha dado en llamar, miserias humanas.
Despedida de su acompañante tras dejarla en el
centro urbano, gozaba contemplando los escaparates mientras andaba por la
calle más pronto de lo habitual, todos ellos muy bien
iluminados al estar las tiendas abiertas.
En condiciones normales pasearía por calles donde el
cierre ya estaba echado y, su personal corría apresurado hacia sus casas acuciados
por el hambre.
En esto pasó por una oficina expendedora de la
Lotería Nacional. Se le encendió la bombilla interna, avisando de tener en el
bolso números del Gordo de Navidad por cotejar.
¡Ah sí! Ya se
sabe que nunca toca nada, pero hay que mirarlo.
Entró decidida, asombrada de hacer cola, pues a las
únicas tiendas que solía ir, eran esas regentadas por pakis, en las que no hay
nadie y la única espera es, por si aún no ha acabado la partida del solitario el cobrador del súper.
En esto ante el mostrador, con sus números en la
mano fruto de diversas aportaciones, piensa en: Sí por una vez no le podría
tocar algo. Ni que fuera un reintegro de esos que en Navidad hay tantos.
Su sorpresa es mayúscula, cuando la amable señorita
parapetada tras el cristal antibalas, le comunica por el altavoz, para que se
oiga bien por todo el local:
- -- Suerte que se ha
pasado por aquí hoy. Este estaba a punto de caducar y tiene premio.
- - ¡Ah! Pues no lo
sabía.
- - Pues sí, son
tropecientos euros. ¡No está mal eh!
- -¡Caramba! ¡Qué
buena sorpresa!
- - Aquí tiene.
- -¡Muchas gracias!
Cogiendo los billetes nuevos y relucientes, piensa
mientras los guarda en el billetero, en que puede hacer con esa paga extra.
En realidad, en casa no me falta de nada y tiempo
para irme por ahí no tengo. Reflexiona para sí.
En esto ve, al pie de la escalera que baja al metro,
un hombre mayor, de esos con pelo cano, barba y cabellos mal cuidados, con ropas
desgastadas, pero que aún conservan la antigua dignidad de lo bien hecho, ofreciendo unos papelitos, a los que entran y salen de la estación, sin hacerle
mucho caso.
Le llama la
atención y se acerca con curiosidad reporteril, el hombre le sonríe y ofrece un
papel, en él está escrito un tierno poema, pasado de moda, lleno de ripios y palabras edulcoradas.
- - ¿Cuánto pide por esto?
- - La voluntad Srta.
- - Póngase gafas,
qué no me ha visto bien.
- - Sí, la veo muy
bien y muy bonita.
- - Qué zalamero es
usted.
- - De verdad que
está muy guapa, demasiado para ser una señora.
- - ¿Cómo he de
tomarme eso?
- - Por el lado
bueno, como todo en la vida.
- - Eso es fácil de
decir, pero viniendo de usted, me sorprende un poco.
- - No me puedo
quejar, los hay que están peor que yo, al menos no duermo en la calle.
Entonces se le encendió una lucecita interior; lo
invitaría a cenar, una cena de esas que tenía pinta de no poder probar en toda
su vida, tenía dinero suficiente y le apetecía indagar un poco.
-
Le propongo que
me acompañe, quiero cenar por aquí y no me apetece hacerlo sola.
-
Será un placer,
no puedo negarme a ninguna de las dos cosas, poder acompañarla y cenar con usted.
Se encaminaron por el paseo, desde donde estaba la
estación, cómo dirigiéndose hacia la parte alta de la ciudad, donde el sol
empezaba a ponerse tras las montañas.
Al ser
relativamente pronto, las terrazas del paseo, estaban atestadas de turistas
hambrientos captados por camareros
voceando las excelencias, de cada uno de sus locales respectivos.
El público nacional se reservaba para algo más tarde, cuestión de una antigua herencia de la dictadura.
Algunos como ella, estaban acostumbrados a cenar a altas horas de la noche,
después de una larga y extenuante jornada.
Fruto tras unos desplazamientos, la
mayoría de las veces, en los flamantes transportes públicos totalmente aventureros, al no saber qué sorpresa les depararía la ruta, ni el
tiempo para disfrutar de ella.
Así qué a sus indicaciones, ella se dejó llevar, por
el simpático vagabundo, rambla arriba.
Mientras caminaba a su lado, donde le iba explicando
las curiosidades de los edificios modernistas que engalanaban tan bello paseo,
se lo miraba con curiosidad.
No era el tipo clásico de hombre de la calle, sus
raídas ropas y sus cabellos mal cortados, estaban limpios, su sonrisa era noble
y por lo que decía, hasta parecía una persona culta.
A pesar de sus intentos, nunca entró en hablar de
cosas personales, no soltando prenda, de el por qué estaba en esa situación,
vendiendo poemas en la calle, como forma de percibir propinas, que no limosnas,
eso sí se lo dejó muy claro.
Caminaban juntos pero manteniendo las distancias, él
se reía de los locales repletos y de la invasión foránea que sufría la ciudad,
además los turistas no le compraban ningún poema.
Nuestra heroína se mantenía atenta a sus
explicaciones, acostumbrada por su trabajo a escuchar a todo tipo de personas
de cualquier condición y trabajo o estado social no se le hacía extraño pasear
a su lado.
Ella le propuso un lugar que se hallaba relativamente
cerca, casi al final del paseo, pero que era más de cocina local, platillos y
tapas básicamente, normalmente atestado de gente joven o de costumbres
juveniles.
Él aceptó de inmediato la propuesta, llevaba varios
días sin tomar nada caliente, la luz y el gas estaban muy caros, y se limitaba
a tomar ensaladas o legumbres, con sardinas o atún en lata.
El sólo hecho de la propuesta, ya le hizo salivar,
como el efecto Pavlov puso de manifiesto en su momento.
Llegados al lugar, un buen grupo de gente se
mantenía a la puerta, apurando los cigarrillos.
Ellos se deslizaron escaleras
abajo, el local era un semisótano, donde un atento camarero enseguida les
dirigió hacia una de las antiguas mesas de mármol, abarrotada de platos, de
donde se acababa de levantar una pareja
de chicas cogidas de la mano, de unos taburetes estilo thonet.
Una vez limpiada la mesa con total prontitud,
instalados ante ella, observando una carta, ante la cual los ojos de él,
empezaban a marearse ante tanta belleza conceptual, ella le recomendaba lo más
señalado de la cocina, por su conocimiento en estancias previas.
En la espera, él contemplaba el local abarrotado de
todo tipo de gente, con sus paredes colgadas de historia en forma de viejos
anuncios cerveceros, cuadros de dudoso gusto y carteles de turismo pasados de
moda. Con unos estantes saturados de botellas de todo tipo de buenos vinos y
conservas.
A medida que fueron trayendo la comanda, los ojo de
él entraban en un estado de emoción, sólo comparable al hecho de ver a un
recién nacido en la maternidad.
Ella más puesta en su papel de anfitriona, sonreía al
verlo con tanta impaciencia por probarlo todo de inmediato y a la vez.
Croquetas de "escudella", huevos estrellados con jamón
ibérico, ensaladilla rusa, pulpo a "feira", alcachofas rebozadas, chocos a la
andaluza, pescaíto frito, queso manchego…Todo acompañado de unas buenas jarras
de fresca cerveza.
Los ojos alegres por ver aquella generosidad
alimenticia, se giraban hacia su amable y fortuita compañera de mesa, mostrando
toda la gratitud posible, sin dejar de saborear y dar cuenta de todo lo
ofrecido.
Ella se limitaba a picotear, cual pájaro ciudadano
pendiente le pillen en falso, contemplando con una amplia sonrisa, el desespero
de aquel hombre por comer sin ser maleducado.
Cuando ahíto de comer, se relajó un poco, se dedicó a
complacer a su anfitriona, contándole las mil anécdotas de su prolongada vida.
Sarrià, 10 Marzo 2017.