Siempre me
han gustado los libros, ya de crío me he sentido cómodo entre ellos y me han
hecho mucha compañía, hasta el punto que creía que mi destino natural, al
hacerme mayor sería vivir en uno de ellos, sí suena raro, habitar dentro de un
libro.
De bien
pequeño, recuerdo estar subido en lo alto de una escalera, de esas llamadas de
tijera, hechas con madera inestable, que cimbraba a cada respiro.
Allí mal
sentado en su parte superior, cual
pequeño taburete, sólo qué más alto, alcanzaba cajas con libros, situadas en lo
alto de unos armarios, por qué se suponía no íbamos a leerlos ni mirarlos, craso
error por parte de los depositantes.
Con lo cual
tuve acceso a todo tipo de literatura, la adulta incluida, que no se
diferenciaba en mucho a la que me era recomendada por edad, salvo en los
temarios y la crudeza al exponerlos.
Simplemente
tenía más abanico de elección, para poder escoger mi hábitat, claro está que
alguno algo más picante.
Pero bueno,
tenía qué centrarme en uno solo, y la oferta siempre se ampliaba, lo cual me
obligaba a escoger muy bien en qué mundo quería vivir.
Pensé que
sería bueno estar en una enciclopedia, así aprendería de todo y podría vivir
con los conocimientos adquiridos, pero era una cosa demasiado pragmática y no
lo tuve claro, muy aburrido.
Pero antes,
evidentemente pensé en un libro de piratas, con bucaneros que atacan barcos
explotadores de bellas riquezas de islas caribeñas, me encantaba el tema de
navegar y recorrer mares exóticos abrazando bellas indígenas, ataviadas con las
perlas y corales cogidos en las profundidades marinas.
Pero
evidentemente los sueños infantiles son difíciles de cumplir y se quedan en el
subconsciente para sacarlos en los momentos de terapias de grupo, regidos por terapeutas
de poco compromiso clínico.
Moverse por
las densas páginas de un tratado de filosofía me daría una sapiencia mística
indudable, pero entre sus páginas ligaría poco, aparte de agenciarme una empanada mental
notable que no sabría explicar, debido a la falta de conocimientos previos para
ello.
Así que el
tema me daba una cierta zozobra, pues la edad iba avanzando y era necesario
tomar una decisión bien pronto, o me quedaría vagando por el espacio
interestelar sin rumbo conocido, por los tiempos de los tiempos, como un catalán
cualquiera.
Al empezar a
ponerme nervioso ante las múltiples dudas que habitaban en mi cabeza, acabé
acallando la conciencia con buenas dosis de whiskey irlandés, lo cual acabó
provocando pesadillas previas al delirium tremens, al verme perdido por las
páginas donde se detalla el viaje por las calles dublinesas en un día aciago y
eterno, donde no ocurre nada digno de ser mencionado.
En un
intento de recuperarme, para dejar esas bebidas alucinógenas que no me
aportaban sino pesadillas a mi imaginación, pensé en los clásicos manuales de
auto ayuda, pero viendo en lo que se habían convertido la mayoría de sus
autores, no me pareció una opción plausible.
Los libros
de viajes eran muy agradables de visitar, pero tenían un algo de insustancial,
de cosa poco seria y hecha muy por encima, para contentar a gente con prisas y
eso no iba conmigo.
Eso sin
dejar los fabulosos y densos tochos dedicados a las diversas etapas de la
historia, pero claro siempre hay guerras, revoluciones y traiciones por doquier, con juicios sumarísimos de por medio, siendo una pesadumbre moverse por
sus páginas.
Cuando entre
en el mundo del teatro, me pareció fantástico, esa elegancia al hablar, ese
saber comportarse con pasión sobre el escenario, declamando con brillantez unos
sesudos textos que eran comprendidos y contestados de inmediato, tras un previo
silencio de asimilación y respeto por parte del partenaire.
Pero era
consciente que la vida aunque lo parezca no es puro teatro, ni siquiera
paseando por las grandes tragedias de Williams podría quedarme para siempre.
Es fácil
estar picoteando entre libros pero muy peliagudo y arriesgado escoger uno para
vivir. Ni siquiera los grandes clásicos helénicos podían darme esa serenidad para
sentirme en un gran lugar, ni que decir de las campañas de Cesar siempre guerreando,
que pavor.
Hay quién
diría que lo mejor sería el libro de los libros, la Biblia, pero, servir de
ejemplo todo el día en múltiples hoteles de carretera y en centros de encierro
juvenil, pues no sé. No me apetecía nada.
Un buen
libro de misterio, con muchas escenas y cambios de dirección en la trama, para
despistar al lector, era en su sencillez, una buena opción, son muy leídos y
pasan de mano en mano con mucha facilidad, lo cual implica ver muchos hogares
diferentes.
Pero nada
como internarse en una buena aventura de esas por los confines de la tierras o
incluso salir a dar una vuelta por la Luna, aunque bien mirado faltaba un poco
de calor humano, o más bien contacto humano.
A todo esto
las cosas, económicamente hablando iban empeorando, al no tener un buen legado
que me librara de las penurias e insatisfacciones propias de una vida vulgar
tirando a pobre.
En un
descuido, al no cerrar adecuadamente la puerta de la biblioteca del centro parroquial que atendía a jóvenes
desamparados, mientras me iba a comer algo, me encontré sin libros para
instalarme.
Se los llevó
un desesperado, más interesado en unos céntimos por hacerlos pasta, que las
inmensas satisfacciones que el conjunto de ellos le podían proporcionar.
Y a mí me
dejo sin casa.
Así que al
final tuve que optar por incorporarme a un manual de instrucciones de una
conocida marca centro europea, especializada en pequeños electro domésticos,
que casualmente alguien se dejó en un estante.
Ahora añoro
la poesía que nunca llegué a entender, dado lo prosaico de mi raciocinio
intelectual.
Firmado: Un
admirador de mi compadre Firmin.