La tenue luz
del alumbrado público, con su tono amarillento, totalmente acorde con los
nuevos tiempos, que priman evitar el
despilfarro de permitirnos ver de noche.
Y así de
paso evitar la contaminación lumínica, no molestando a los pájaros, instalados
en los árboles. En su descanso nocturno.
Eso hacía
que aún fijándonos mucho, no pudiéramos ver nada y menos aquel oscuro cañón,
que apenas asomaba, apoyado en la ventana de la vieja caseta del guarda.
Apostados
con sigilo, los coches dejados a cierta distancia, con las luces de emergencia
apagadas, presentados sin sirenas, esperábamos una señal para acceder a la
finca.
Los
informantes, una familia angustiada por el rapto de su septuagenario padre, comentaron que los secuestradores
parecían hombres de una gran violencia.
No les
dijeron que en realidad el viejo había abandonado la mansión, yéndose a la construcción
anexa a la entrada principal de la finca, donde fue acogido por los guardas, en
realidad el jardinero y su mujer, la cual realizaba trabajos de todo tipo para
el dueño.
Pese a los
intentos por parte de la pareja, para que regrese a su hogar, el viejo
persistía en decir que querían acabar con él, qué lo estaban envenenando poco a
poco, lo notaba por la pérdida continua de fuerzas y la somnolencia permanente.
Así que ahí
seguía, con la vieja escopeta de caza, vigilando el camino, a la espera de que
vieran a por él, con la sana intención de llevarse antes alguien por delante.
Había estado
todo el día sin tomar nada, ni agua siquiera, había despedido a la enfermera
que le cuidaba, un sargento de caballería, de lo que ya no se estilaba, sin
ningún encanto para tratar con ancianos faltos de cariño.
Por suerte
su secuestradora, que con los años había ido conociendo sus gustos más
primarios, le preparo un buen plato de arroz, hecho con las verduras del huerto
que su marido tenía en la trasera de la casa, eso y una buena cerveza, de las
que tenía prohibidas por una doctora, que no tenía ni idea de que un alimento
tan antiguo, no perdura porque sí, a través de los siglos.
Se estaba
replanteando el hecho de quedarse en la caseta a dormir, pero si lo hacía, sí
que lo secuestrarían de verdad, aquella pandilla de impresentables, a los que
en mal momento dejo usar su apellido.
Mientras
tanto en la casa principal, la inspectora Paula, acompañada por el subinspector
Mateo, intentaban mantener una conversación aclaratoria de lo ocurrido con la
familia en general y su portavoz en particular.
Un chico de
doce años, que parecía ser el único medianamente cuerdo entre aquella extraña
familia.
Al principio
se pusieron a hablar todos de golpe, dando cada uno una versión diferente de
los hechos acontecidos, a saber cuando había desaparecido el patriarca, de qué
forma, que mensaje les habían enviado, cómo había sido, que pedían los secuestradores.
Etc. etc. etc.
Sólo Pablo,
dejando su tablet en el regazo, poniendo cara de infinito cansancio, puso un
poco de luz en aquel galimatías de respuestas contradictorias.
El fue el
que indico, el disgusto del abuelo con la enfermera asignada, el descontento de
éste con el trato familiar recibido y el hecho de qué se hacía mayor a marchas
forzadas.
Lo menos
coherente de toda la historia, es que los secuestradores pidieron, como
condición inamovible para liberar al viejo, que la familia desalojara la
mansión y sólo se podían llevar sus efectos personales y además andando, nada
de utilizar ninguno de los vehículos del garaje.
El chico
podía quedarse.
Buena manera de reivindicar la capacidad del anciano. El chaval como garante de merecer el apellido.
ResponderEliminarMuy bueno. Un abrazo
No hay que desestimar a la tercera edad. Gracias.
ResponderEliminarUn abrazo.
Yo creo que con la foto, ya lo dices todo o casi todo, faltaba relatar la historia y bien que lo has hecho.
ResponderEliminarA veces, como es este caso, lo mejor es no tener familia.
Un saludo, en un día que hace historia.
Gracias, eso es lo que intenta el protagonista.
EliminarSalud y república.