TITERE

                                              Foto del autor (Centre D'Art Sª Mónica)


Títere


Observó la figura que se veía en el escaparate de enfrente, una luna inmensa y brillante, que parecía más un espejo que un lugar donde ofrecer artículos para la venta.

El tipo de cierta edad, esperaba el cambio de semáforo, mientras entre los coches que pasaban por aquella estrecha calle, seguía intrigado por el señor de la barba venerable ¿Porqué le dicen venerable cuando simplemente es canosa?  ¿Será por un cierto pudor ante la vejez?

La cuestión es que no le quitaba ojo, cuando tuvo oportunidad, pasó al otro lado, mirando de reojo al escaparate y sin hacer caso de los peatones que se cruzaban en sentido contrario.

Con algunos incluso vio similitudes con personajes conocidos, le gustaba jugar con la gente, imaginando que esos seres anónimos eran en realidad conocidos personajes, famosos por sus actividades.

La sensibilidad que tenía en ello, le permitía casar los modelos con auténticos prohombres de la ciudad, ya fueran políticos, financieros, mecenas, actores, autores e incluso religiosos.

El boato de todos ellos en sus comparecencias públicas, eran fuente inagotable para crear situaciones de lo mas rocambolescas y divertidas, lo que le hacía sonreír para sí mismo.

Ven a un señor mayor, orondo con barba blanca, cruzándose con la gente, pausadamente y sonriendo, ellos que van nerviosos y con prisas, para cumplir con su calendario de arruinarse lo antes posible, haciendo sus compras para la celebración de las fiestas, se lo miran con sorna, pensando por lo bajo, mira el abuelo feliz, no tiene que correr.

Con el último invento comercial importado de los EE.UU., la ciudad está en su apogeo de ocupación peatonal, parece que sea hoy o nunca.

Ríos de gente entran por los centros comerciales, se reparten por sus plantas, ocupan sus tiendas y reponen fuerzas en sus cafeterías.

Por debajo, los vehículos esperan pacientemente en una cola súper larga, que se vaya vaciando el parking para poder entrar.

En otros almacenes más convencionales, atraen a la gente con grandes rótulos y pizarras, indicando los suculentos descuentos para el día mágico.

Nadie se libra de la histeria colectiva que nos inunda estos días de culto al consumo, si no compras eres un infeliz egoísta que no velas ni haces nada por el bien de la sociedad. Ese es el lema, que sonriente nos indica el títere.


LATIDOS


                              Foto de Mª.P.G.B


Latidos.

A pesar del tiempo que llevaban juntos: cinco años, cuatro meses, dos semanas, cinco días, 6 horas, dieciocho minutos, veinte segundos y dos décimas, siempre estaba dudando,

Le preguntaba una y otra vez si la quería, con la excusa de que le gustaba oírlo.

Repetía una y otra vez en que estaba pensando, a pesar de que la respuesta siempre era la misma: En nada, para seguir enfrascado en la resolución del sudoku que venía en el diario.

Aprovechaba la excusa de que quería cepillarle la chaqueta para revisar lo que llevaba en los bolsillos.

Controlaba las llamadas y contactos de su móvil, en los momentos de sus estancias en el baño.

Analizaba sus estados de ánimo, observando con detenimiento cualquier cambio en su mirada por imperceptible que fuera.

Le disgustaba su obsesión por practicar deporte con la sana intención de mantenerse en forma y con un buen aspecto jovial.

¿Jovial para quién? A ella le gustaba con sus michelines, era señal de que le gustaban sus platos.

Pero su obsesión iba creciendo y cualquier detalle por nimio que fuera le ponía en guardia.

Hasta que encontró, esa carta, en realidad una nota, impresa en Arial 12, en una hoja tamaño folio, blanca.

Era un apasionado y encendido relato amoroso, incluido un posible toque erótico en su desarrollo.

Se estuvo la tarde entera llorando, sin creer para nada, que fuera un ejercicio literario cómo, al verla en ese estado de depresión profunda, le dijo sin avergonzarse para nada.

Entonces sus delirios de que iba a ser abandonada, le impedían dormir, resintiéndose su salud y con ella su raciocinio,

Llegando a pensar que tenía que averiguar la verdad. Qué había de ella en su corazón, o si ya estaba ocupada por una rival.

Sólo había una forma de averiguarlo, verlo físicamente, tenerlo en sus manos y comprobar que tenía en él.

Ahora, en las frías noches de invierno, sola al calor de la chimenea, mientras hacía una funda de ganchillo para la urna de cristal donde tenía, el corazón de su amado, únicamente para ella,

Con toda la seguridad, limpio de cualquier posibilidad de contagio, en un lugar preferente de la sala, a su entera disposición y sin rechistarle nada, sólo para ella.


Se veía envejecer junto a él y había tomado las medidas para que cuando el ser supremo la llamara, se depositara también su corazón en la misma solución de formol, en el mismo envase de cristal y en un lugar con vistas al mar.












LA DESPEDIDA



                                                               Fotos del autor


Como cortinas balanceadas por el viento, así quedaron prendidas sus conversaciones en las ventanas que daban a un nuevo amanecer. Ese que no iba a venir y que poco a poco ya no se esperaba.

La grandeza de los momentos pasados en mutua compañía, enriqueciéndose con las innumerables visitas a todo tipo de actos culturales, festivos o no, quedaba diluida como la marea arrasa con los pequeños castillos de arena, cargados con todas las ilusiones infantiles.

Lejos de los espacios compartidos, los cuerpos inician caminos distantes, que las almas ya habían adelantado con su raciocinio.

Aunque ni todas las lluvias por caer, puedan borrar el rastro de las pisadas compartidas, esas hechas de palabras juntadas en un solo cuento común.

Hay sonrisas hilvanadas a las nubes, sombrillas protectoras de un sol resplandeciente, empeñado en fundirlas cuál helado de temporada.

Y mientras, avanzando por su sendero, cada uno es consciente del recuerdo prendido del otro, ese que acompaña, cuando las brumas del transcurrir del día nos ocultan el propio camino. El que consideramos nuestro, el verdadero, el único.

Qué quedarán de aquellas conversaciones, que de tan privadas, no tenían ni principio ni fin, solo continuidad cotidiana y deseada.

A lo mejor, prendidas en los árboles, compañeros del camino propio, permitirán una relectura, de aquello que no nos dijimos nunca.

Como una barca varada en la playa, esperando llegue la marea para navegar, así se encuentra sin música que la levante, una partitura incompleta, prendida de un solfeo interminable.


Caerán más noches y levantaran sus días, la luna exhausta mirará al sol, rey indiscutible de todo cuanto hay a su alrededor, pero mis pasos alejaran los recuerdos compartidos.




UNA COCINA DESAGRADABLE

Foto obtenida de Internet



La cocina

Cuando le confirmaron que sus análisis habían dado positivo en VHI, en su segunda muestra de comprobación, casi le entra el pánico. A ella, la enfermera jefe del servicio de cirugía de uno de los hospitales más relevantes de la ciudad, se le acababa su vida profesional y estaría sometida de por vida a unos tratamientos onerosos para permitirle una existencia de mierda.

Mientras intentaba asimilar la noticia que le iba a cambiar su forma de vivir, se juraba venganza eterna para el culpable del contagio.

Tenía que ser alguien del equipo médico, con el que ella se relacionaba, ya se sabe, a veces las guardias son aburridas, no hay nada que hacer y la vida son dos días que están para disfrutarlos.

Pero nadie había dicho que estuviese contagiado y nadie se había dado de baja del centro, entre los profesionales de su entorno. En los historiales clínicos del personal, confidenciales pero accesibles, no encontró ninguna mancha.

Tuvo que empezar a hacer una posible lista de candidatos, todos sus encuentros habían sido dentro del trabajo, incluyendo al jefe de planta, menos el cirujano jefe que le invitó una noche que no estaba su mujer, al Liceo y lo hicieron en el antepalco.

Su marido quedaba descartado, desde que le declararon estéril, cuando al tiempo de casarse no llegaba descendencia y se hicieron las pruebas de rigor, su libido  había bajado a mínimos, le decía si le importaba y ella decía que no, que con el trajín que se llevaba y los horarios perros tenía bastante, que le iba a decir al pobre, que siempre estaba enfrascado en sus vídeo juegos y el fútbol. Así que había seguido con su sana costumbre de soltera, de intercalar conocimientos íntimos con los compañeros.

Pero ahora, todos ellos, esto se lo iban a pagar, cuando le dijeron de la época en que podía ser el contagio y que vigilara con su pareja. Pobrecillos se lo dijeron en singular, se pensaban que era cosa de uno.

El que tenía más números era el cabrón del jefe del servicio quirúrgico, sí el cirujano jefe Antonio Delomas, ese era un tipo de cuidado, un trepa que estaba sólo para ganar dinero e iba detrás de un buen cargo en las alturas.

Así que nuestra heroína Esperanza, se puso las pilas y al primer día hábil de trabajo en quirófano con él, se presentó un poquito más sugerente de lo habitual, para que no hubiera dudas sobre sus intenciones.

Mientras se cambiaban ya obtuvo una pequeña muestra de que estaba haciéndole efecto y le propuso verse al salir. Le comentó  cenar en su casa, era su cumpleaños y estaría solo.
Le prepararía algo muy especial, ella le soltó una frase hecha que resultó mágica. “Espero que me comas a bocados pequeños”. El se limito a responder  “Tomo nota de tus deseos, como órdenes”.

Su plan era de lo más sencillo, envenenarlo de una forma lo más sutil y sofisticada posible,  y que fuera de un efecto lo suficientemente prolongado en el tiempo para poder desviar cualquier sospecha sobre ella, como buena mujer que era, en las artes amatorias, le haría tomar el veneno de una forma harto placentera.

Cuando se bajaron del ostentoso Audi Q7, con todos los extras posibles, dentro del garaje de la fastuosa casa en la parte alta de la ciudad, ya empezaron los arrumacos. Una vez dentro, en una sala con una espléndida vista a sus pies, le sirvió una copa de champagne, en la que previamente le había puesto unas gotas de narcótico, ahí mismo sin esperas de ningún tipo, mientras sonaba estruendosa  la quinta sinfonía de Mahler, la embistió con furia animal, a lo que ella agradecía las embestidas que le proporcionaban su retorcida venganza, envenenándolo cada vez más, en cada una de ellas.

Al principio con la pasión puesta en el acto en sí, no se dio cuenta que aquella bebida se le estaba subiendo a la cabeza de una forma rápida y extraña, fue perdiendo sensibilidad y conocimiento, hasta quedar hecha un guiñapo en la suave y mullida moqueta.

Más que una cocina al uso parecía un laboratorio, todo estaba impecable, absolutamente limpio y desinfectado. Justificaba que por cuestión de salubridad, para evitarse humos en la casa, pues siempre se escapan a pesar del potente extractor, tuviera la cocina al  lado de su quirófano de campaña, bromeaba siempre al decirlo, en el sótano.

Le gustaba enseñar ambas piezas colindantes a sus conquistas en su última visita a su casa, pues se sentía muy orgulloso de ellas. Decía que como buen cirujano, para estar en perfecta forma, era bueno poder practicar en casa, haciendo sus disecciones en esa sala, lo hacía de maravilla.

Y luego se pasaba  a la sala colateral, para guisar unos de sus platos preferidos, era amante de la buena comida, la que esta guisada en plan tradicional, con mucha dedicación, mucho tiempo y mucho amor, repetía siempre a sus conquistas.

En el laboratorio, tenía un pequeño aposento enjaulado, para poder tener las muestras para sus entrenamientos a buen recaudo.

En una bandeja de horno, había puesto cebolla y zanahoria abundante cortada en juliana, con unos ajos machacados enteros para dar sabor y poder sacarlos en cuanto estuviera la carne guisada, que la ponía cuando la cebolla transmutaba de color, le añadía una copa de vino rancio y esperaba pacientemente que el calor hiciera su efecto, ablandando la carne para su degustación en el punto óptimo de cocción, sonrosada por dentro y tostada y crujiente por fuera.

Aunque ponía dos servicios en la mesa que tenía en la misma cocina, solía disfrutar sólo, de las excelencias que se preparaba, dado que sus visitas, no solían estar en estado de apreciar sus exquisiteces.

Normalmente había acabado su trabajo de mantenimiento técnico, como le gustaba decir con sorna, a sus asustados acompañantes, antes de ponerse a preparar el ágape, al que solo estaban invitados de una forma un tanto pasiva.

Pero en esta última ocasión, ya sea para celebrar su aniversario, ya por una especial querencia por la persona, hizo como tenía previsto, una especial y muy costosa excepción.
Costosa en cuanto le exigió una especial dedicación en tiempo y en esfuerzo para mantener viva la llama del amor en aquellos ojos asustados, trémulos y llorosos, incapaces de reconocer su talento, por estar absorbidos por minucias de la existencia más primaria como la pura subsistencia.

Sonreía pensando en que ya no podría abrazarle de aquella manera tan apasionada como se le había mostrado.

Un ligero temblor de manos le empezó a provocar un desliz al servirse una copa de vino syra, se quedo mirando los dedos que se empezaban a borrar ante él, por un momento sospechó de haber tomado equivocadamente algo de narcótico, pero no era posible, empezaron a fallarle las piernas y mientras se agarraba desesperadamente a lo primero que tenía a mano para no caer, abrió el horno, el cual mostraba una pieza de carne muy blanca.

En el fondo ella misma le había provocado, en un alarde de entrega que en principio la honraba con su notable aprecio. “Espero que me comas a bocados pequeños”. El se limito a responder  “Tomo nota de tus deseos, como órdenes”.

Le comentó que se la comería a pedacitos y ella sonriente y henchida de amor, le dijo que quería estar todo el rato en su boca.

Caído en el suelo, boqueando como una merluza fuera del agua, o mejor un besugo, por la cara que ponía, sus ojos se iban entelando, a medida que pasaban los segundos, y una babilla blanco verdosa hacía acto de presencia por la comisura de los labios, hasta dejarle fuera del juego de los vivos.

La estancia en amplia, lo suficiente para acoger un lavamanos y un mueble auxiliar sobre el que reluce resplandeciente, todo un brillante equipo quirúrgico. En el centro, bajo una omnipresente luz producida por la típica lámpara de una sala de operaciones  una mesa en la que unas correas de cuero en las zonas donde se sitúan las extremidades del posible paciente, le dan un aire elegantemente retro.

Se nota que falta parte del instrumental, que debe de estar en una palangana  con un líquido rojizo, con gasas,  pinzas  y demás escampados por la mesa también manchada, bolsas de transfusiones están por el suelo.

En una esquina, una especie de habitáculo, alicatado de blanco impoluto y cerrado por una verja metálica cromada, cobija un ser con ojos asustados, casi mejor decir aterrorizados, de un cuerpo sometido por una camisa de fuerza a una inmovilidad casi absoluta, colgada de una cadena que pende del techo le impide dejarse caer al suelo., pues las piernas a penas la sustentan con sus temblores.

El dolor en el antebrazo le ha provocado un cruel despertar, ha mirado a su alrededor para hacerse cargo en donde se encontraba, para su desespero. No sabe cuánto rato ha pasado y si habrá hecho efecto su veneno. Le ha bastado un instante, en un flas   ha comprendido la suerte de aquellas becarias que no acabaron el curso, pero fueron aprobadas por el cirujano jefe en su evaluación.

La cadena está sujeta a una argolla que va por un raíl que recorre el techo de la estancia y permite depositar el fardo en la mesa de intervenciones.

La música de los conciertos del agua de Telemann, invaden toda la estancia y le dan una nota de calidez a un ambiente tan frío y aséptico.   


LA LLAMADA




LA LLAMADA


Una sala discretamente decorada con lo justo, visillos en un gran ventanal que da a una ajardinada terraza, unos cuadros con motivos diversos, con pinta de ser originales, un reloj de pared con un péndulo cansino, el omnipresente sofá con sus dos acólitos sillones individuales a los lados y su mesa acristalada entre ellos con algún libro de hacerse notar encima, junto a una tabaquera y un cenicero impolutos, señal de que se utiliza poco o nada.

Las paredes son de un suave tono crema tostada con un reflejo asalmonado, que combina muy bien con el verde esmeraldoso intenso de las piezas que componen el tresillo.

Una pared recubierta por unas estanterías de madera, en el que se hallan en un incomprensible orden, cantidades ingentes de libros de todo tipo y naturaleza.

También se encuentra el omnipresente televisor de plasma y un equipo de música, con telarañas adosadas, en la supuesta entrada del Cd.

Todo destila orden y limpieza, más por falta de uso que por dedicación profiláctica.

Suena un teléfono, que está en una mesilla redonda de madera, de esas auxiliares que sólo sirven para eso y una lámpara de sobremesa, con una pantalla floreada, en la que quedan disimuladas las cagaditas de las moscas, con su correspondiente pie de porcelana estilo Sèvres.

La llamada, impersonal, sin ningún tono distintivo, de esos que ahora están tan de moda, es un vulgar ring-ring, que suena sin interesar a nadie, pues no hay nadie en la estancia.

Al final el teléfono, se conecta para recibir la llamada entrante.

-      - Buenos días.

-      -¿Sí? ¡Buenos días señor! Hablo con el Sr. Atiel Guzman.

-     - Si.

-  -Buenos días señor, de nuevo señor, mi nombre es Griselda de Bluetelecom, y le llamo señor para una oferta que es de gran interés para usted.
¿Usted es el titular de la línea señor?

-    -  No ya no. En realidad ya no soy titular de nada.

-    -  Perdón señor. ¿Cómo dice señor?

-      -Que ahora ya no soy titular de nada, estoy muerto.

-     - Perdone señor, no lo entendí bien señor.

-      -Que ahora estoy muerto, tendrá que hablar con mis herederos, si es que se ponen de acuerdo.
Yo estoy muerto, soy un alma camino de la perdición, voy hacia el infierno. Además firme un contrato de por vida con una compañía de cobertura total, incluso fuera de mi residencia habitual, en cualquier parte del sistema.

-      Perdone señor, gracias por atenderme señor, disculpe las molestias señor, que tenga un buen día señor.

   Se corta la comunicación, sin que la voz un tanto cavernosa, pueda
   despedirse de la supuesta señorita tan amable, que había llamado a
    una hora tan imprevisible de la madrugada.
   
   Un silencio sepulcral invade la sala, donde solo unas motas de polvo bailan en el ambiente, dejándose deslizar por un aire espeso, como si hubiera algo en él.


   La luz empieza a clarear por el amplio ventanal, ofreciendo una agradable vista, de una ciudad siempre desconcertante, donde sólo las cotorras empiezan la jornada temprano.



LA AZOTEA





                                  El autor en una azotea hace unos añitos (foto MªC.G.F.)





No le importaba subir por la estrecha escalera que ascendía a la azotea, cargado con un cesto lleno de ropa mojada, siempre que fuera detrás de ella y pudiera admirar esas piernas que asomaban por unas faldas, en las que jugaban a no enseñar.

Cuando llegaban arriba y salían al exterior, una luz cegadora los deslumbraba con su intensidad  bajo un cielo espléndido, con el sol restallando sobre las ardientes baldosas de arcilla cocida.

Al colgar la ropa de la cuerda, las gotas que caían se evaporaban casi instantáneamente, siendo un espectáculo ver los pequeños cercos que quedaban por unos instantes.

Acarreando el cesto, seguía obediente los pasos de ella, mientras colgaban paredes de sábanas, haciendo de habitaciones donde luego habitaban blusas, camisas, camisetas, calcetines, bragas y calzoncillos.

Le daba cierto rubor que se viera su ropa interior a lo que ella no le daba la más mínima importancia, aunque las ponía juntas.

Verla con la bolsa de las pinzas, colgada del antebrazo cual bolso de señorita rica, paseando por la rambla, le atraía por la feminidad del gesto cada vez que cogía una pinza.

Siempre era así, el embobado en la contemplación de una silueta que se movía por entre las piezas como una bailarina jugando con los pretendientes del ballet, hasta que aparecía el príncipe y se iniciaba la danza del cortejo.
Aunque no tuviera ojos para otra cosa, era consciente del paisaje, de ese mar que se entreveía entre otras terrazas, algunas también habitadas por ropa en plan bandera.

A medida que el peso disminuía y las paredes de su inventada casa se definían, se sentía feliz pensando en habitar en ella, con esa vecina con la que compartían lavadero.

Pero ella se escapaba por entre  esas  telas blancas, resplandecientes gracias al azulete en las que generosamente se habían aclarado, jugando con él a no encontrase.

Y así persiguiendo sus ensoñaciones de hacerse un hueco entre sus brazos, acaba bajando derrotado entre las risas de ella.

Hasta que un buen día, una madre protectora, viéndolo más crecido, le dijo que no hacía falta que subiera el cesto, que ya lo llevaba ella.

Ese día el sol no lució tan espléndido, la ropa no era tan blanca, su ella no se movió como una paloma blanca y él se entristeció en sobremanera.



LA CASA


                           Foto del autor


LA CASA


En alguna ocasión, en época estival, era invitado a pasar unos días en casa de un amigo, con una hermosa villa, cerca del mar.

Era una mansión de características imponentes, o al menos así la recuerdo con los ojos de chico que tenía entonces, con el paso del tiempo, igual su impresión varia.

Se encontraba situada en el centro del pueblo, al lado del ayuntamiento y de la casa del alcalde, en aquel entonces los alcaldes eran prácticamente vitalicios, a no ser que cometieran algún acto desafecto al régimen.

El edificio, de tres plantas, daba en dos de sus lados a la a dos calles, la principal y una secundaria, bastante más estrecha, sin que ello quiera decir que pudiera  darse la mano al vecino de enfrente.

Las otras dos daban a un jardín interno privado, donde una fuente cantaba todo el día para solaz de los pájaros.

El terreno acababa en una calle por donde se accedía al garaje, la finca por así decirlo era a cuatro calles. Pues era rectangular.

En la planta baja, estaban las estancias nobles, un hall de entrada con sus sillones de rafia para que esperasen las visitas a ser atendidas, con espejos para poder ver su aspecto, las señoras antes de salir. 

Por allí tras un amplio pasillo, se accedía a una esplendida sala, donde diversos sillones y sofás con sus correspondientes mesas auxiliares, podían atender a un buen número de invitados, estaba presidida por una voluminosa pianola.

En un armario persianero, estaban archivados por autores, una cantidad notable de rollos de música.

Enfrente estaba situada la biblioteca, donde unos armarios de nobles y exóticas maderas traídas de las antiguas colonias, almacenaban todo el saber posible para la época en que se inauguro la casa.

Tenía unos sillones orejeros, en los que se podían hacer unas siestas notables, una mesa inmensa de caoba, dominaba todo el centro de la estancia, con lámparas de lectura, de esas con pantallas de cristal verde. En una esquina, aprovechando la luz del balcón, una escribanía, guardaba en sus tiempos, los secretos del abuelo de la familia.

Este presidía la estancia, encumbrado en un solemne retrato al oleo, de cuerpo entero, luciendo el uniforme de ingeniero de puertos caminos y canales, al lado de otro de las mismas características, donde estaba su señora esposa vestida con sus mejores galas, a la moda de la época.


Cada vez que pasaba por delante, camino de la salida y si estaban las puertas abiertas, mi amigo se despedía de sus abuelos, a los que estos respondían con un autoritario ¡No vengas tarde! Por parte del abuelo y con un ¡Abrígate! Por parte de la abuela.

Mientras impertérrita la vieja ama, seguía sacando el polvo, de la estancia.

Yo no le daba importancia, puesto que él tampoco se la daba y no era cuestión de desentonar con las costumbres de la familia que me acogía. En esto seguía las consignas de mi padre. Donde fueres, haz lo que vieres”.

He recordado esto, mientras me dirigía, con un libro bajo el brazo, a la vieja casona, adquirida por el ayuntamiento del pueblo, a los herederos familiares, para instalar un centro cívico, en el cual entre otros actos de carácter cultural, se realizan exposiciones y presentaciones de libros.

Al entrar en la vieja casa restaurada, la señorita encargada de la presentación nos ha acompañado a la biblioteca, donde instintivamente, sin pensarlo he saludado a los abuelos de mi viejo amigo, que seguían en sus puestos, con unos marcos más brillantes.

La señorita, ha sonreído ante mi supuesta broma y se ha desmayado, ante la respuesta de los educados abuelos.


Ejercicio de ¿Y Si...?


                                       Foto de internet




En la puerta del hotel, mientras esperaba el servicio de taxi, he observado un tipo con una pinta de esas que no deja indiferente.

Ha pasado por delante de recepción sin mirar a ningún lado, directo al ascensor, llevaba un estuche de esos de músico, ya saben, de una trompeta, o mejor un trombón de varas o un saxofón, pues era grande, bastante grande para el tamaño del tipo, que justo haría el 1,70. Además vestía con un correcto smoking, pero calzaba unas bambas deportivas blancas.

En ese momento he recibido un mensaje, mediante el cual me informaban de la cancelación por cuestión de fuerza mayor, de la reunión que tenía acordada en el ministerio de industria.

Rápidamente me he preguntado. ¿Y si lo sigo? Puede que sea un tipo famoso, un músico de jazz, que va a unos de los salones de la planta primera, donde hacen recepciones de esas comerciales, para presentar artículos diversas, o encuentros entre antiguos alumnos de una promoción de abogados y ese tipo de cosas.

Así que con mi nuevo tiempo disponible y mi aburrimiento a cuestas, he subido a la planta de arriba, echando un vistazo, en cada uno de los salones, algunos vacíos, otros a punto para ser ocupados con solo el personal de servicio y otros cerrados con la convención en marcha, con un tipo soltando el rollo, sobre el cumplimiento de las cuotas de crecimiento alcanzadas y lo bueno que era un equipo bien unido.

A no verlo por ningún lado, me he llevado una pequeña decepción, entonces me he acordado  que en la azotea, había una piscina y un bar con unas vistas inmejorables.

He subido con el ascensor que va directo a las plantas superiores, el ascensor no llega hasta la terraza, la última planta se hace por un tramo de escaleras de mármol negro con barandilla forjada dorada, un poco kitsch.

Entonces lo he visto, estaba entrando en una de las habitaciones, una suite con vistas a  un palacio de justicia que tenemos delante.

Ha cerrado la puerta tras él, pero he podido ver que la había abierto con su tarjeta, como un huésped normal, cosa de la que no tenía pinta, no es por decirlo pero no encajaba como cliente de un sitio tan elitista.

A lo mejor colaboraba con un conjunto de esos súper famosos, cargados de pasta y droga hasta las cejas que se instalan en los mejores hoteles reservando caprichosamente todas las suites disponibles y no disponibles.

Siempre me dan algo de resquemor estos tipos, es como a  los que les toca la lotería, de golpe  y porrazo  pasan a ser millonarios y parece que se lo tengan que gastar todo  y hacerlo notar a todo el mundo.

Así que me puse a mirar la forma de averiguar quién era aquel músico y que hacía exactamente por ahí. Mi vena detectivesca se había activado y había que alimentarla.

Baje a recepción para informarme a nombre de quien estaba la suite de marras, como cliente habitual, con diversas estancias cada año, no creía que me pusieran pegas.

Me lleve una sorpresa,  lo reconozco, cuando me dijeron que era confidencial y que era una información que no podían ni debían facilitarme.

Me crezco ante las dificultades, lo cual hace que no ceje hasta conseguir lo que me proponga, ni que sea averiguar quién era aquel músico.

Empecé a ver, mucha gente amontonándose en la calle,  habían cortado al tráfico rodado y estaba llena de cámaras de televisión, periodistas gráficos, curiosos de todo pelaje.

Volví sobre mis pasos y pregunté a un botones si sabía que pasaba, el cual como buen profesional atento a todo aquello que le pueda proporcionar una buena propina, me aleccionó sobre lo que acontecía en la calle.

Resulta que tenía que testificar un popular chorizo, autor confeso de la apropiación indebida de unas notorias cantidades de dinero, puestas a buen recaudo en cuentas corriente en el extranjero, reconocido por su amenazante declaración de confesar los socios y beneficiarios de sus actos delictivos.

Como era un caso de alta política nacional, se había creado un gran revuelo a su alrededor, llegándose a decir que haría caer al gobierno de la nación.

Había serias dudas de si se atrevería a cumplir con sus amenazas, lo cual estaba claro que si no pactaba con la fiscalía, no le iba a reportar ningún beneficio y sí muchos enemigos poderosos.

Le di la sustanciosa propina al botones, el cual me prestó por una hora como máximo, la tarjeta para poder abrir todas suites de la última planta.

Sonriendo con pedantería, me dirigí otra vez hacia la parte alta, con ganas de colarme en aquella fiesta que intuía, tenía que ser algo memorable.

Abriendo impunemente la suite, con la alevosía de quien echa por tierra la sacrosanta intimidad del ajeno, entré en una habitación desierta, donde el movimiento de las cortinas, me indicaba que alguien estaría en la terraza.

Y allí estaba, el objeto de mi persecución, pertrechado en la barandilla, con un fusil de esos con mira telescópica y apoyado en una especie de trípode.

Al oírme e intentar girarse con el arma, le ha dado un golpe con las columnas de la baranda que le ha hecho soltar el arma, para intentar evitar mi asalto, pues me he tirado sobre él sin pensármelo. Si hubiera pensado racionalmente me hubiera ido corriendo para avisar un guardia.

Al caer encima del  susodicho asesino, se ha disparado el arma, dándole a una paloma que nuestra pelea había espantado, volando en la dirección equivocada en el momento equivocado.

Han caído en un estallido de plumas, que flotaban en el aire como hojas de otoño, en su descenso sobre el duro asfalto. La paloma no, la pobre ha ido justo a la cabeza de un paseante, que resultó ser el Excmo. Sr. Primer Ministro.

¿Y si?...Ante la anulación de la reunión, decido regresar a la habitación, cambiarme de ropa, para ir más cómodo a dar una vuelta, o irme al Prado.

Mientras espero que salgan los ocupantes del ascensor, veo una rubia despampanante, subida a unos acharolados tacones de vértigo rojos, que sale con un contoneo, al cual todas las miradas masculinas en cien metros a la redonda no pueden dejar de seguir, para mosqueo de otras tantas femeninas.

Me quedo dudando, observo que entra en el “lounge” , me entran unas ganas enormes de tomar un café, mientras estoy caminando hacia el salón de espléndidos butacones.

La veo como se instala en uno de ellos, en una mesa que está frente uno de los ventanales que dan a la avenida, instalada en un cruce de piernas perfecto, acude un camarero con una rapidez, que me hace pensar en el correcaminos infantil.

Me acerco con mi timidez  habitual y le solicito ya que veo que no hace caso del diario que en hay en la mesa, si se lo puedo coger, me sonríe: ¡Adelante! ¡Todo suyo! Me habla. Mi cuerpo sufre un espasmo, me tiemblan las rodillas, se me encoge el estómago, mi boca se convierte en una mueca, de la que apenas sale un soso y bajito: ¡Gracias!

En un estado ya fuera de sí y con la mente en puro estado de locura, me atrevo a decirle si puedo sentarme en la misma mesa. ¡Me ofrece en un gesto con la palma de la mano, el sillón a su derecha. ¡A su derecha!  ¡A su lado!

Mientras me presento y me siento, oigo su risa cantarina que es aún mejor que su sonrisa, estoy perdido, voy camino del abismo, mis días de gozosa soledad en la capital y en el mundo, están acabados.

En esto veo como cae una paloma, de una forma extraña, pues lo hace en picado, olvidando sus plumas en el cielo, que bajan a su aire como hojas en otoño, aplastándose con la fuerza que da la gravedad, sobre la cabeza de una persona que me resulta familiar.