LA NUBE


La nube

                             Foto del autor
Supe que eran las siete de la tarde en cuanto la bandada de cotorras abandonó su estancia en las palmeras y se adueño del espacio aéreo, hasta entonces compartido libremente por gorriones, mirlos y palomas.
Estaba sentado tan ricamente en una nube, mientras asistía atónito al espectáculo sonoro, de decenas de cotorras embistiendo a sus vecinas las palomas, en su torpe vuelo de cornisa en cornisa.
Viendo pasar el tiempo, sintiendo el ligero bochorno de final de verano en mi cuerpo.
Cuando vi pasar a Genaro, haciendo su ronda habitual, de última hora de la tarde, revisando que todo estuviera en orden, antes del cierre,
Cuando levantó la cabeza al verme y me preguntó que hacía ahí.
Le contesté con la superioridad que da estar en un plano superior, ¿Ya ves! Aquí arriba sentado, me siento muy importante.
¿Y eso?
Tú no sabes la cantidad de información que tengo debajo del culo.
¿Y no sería más útil en la cabeza?
Siempre tenía que soltar una de sus frases lapidarias, para hundirte la autoestima y hacerte sentir una mierda. (Con perdón)
Genaro tenía estas cosas, fruto de su híper realismo y su apego a las cosas más simples y sencillas.
Desde su intrascendente puesto de trabajo, según algunos, nos marcaba a todos

Mientras, los demás pájaros, optaban por desaparecer de la escena, ante la agresividad de la nueva clase dominante.

MIRADA INQUIETANTE









Imagen obtenida de internet


Cruzando el parque
Después de una copiosa comida de celebración, nada menos que un treinta cumpleaños, de esas que se prolongan hasta que los camareros nos miran con cara de siesta.
Opte por salir a caminar, una buena forma de hacer bajar, literalmente, lo excesivamente ingerido y de paso airearme para recobrar el ánimo.
Las celebraciones se me hacen especialmente duras, parece que me hayan borrado la sonrisa de la cara, poniendo una de circunstancias, para adentrarme en el mundo que me rodea.
A medida que me iba acercando a mi barrio, la noche se adueñaba de la tarde.
Parece mentira que a finales de noviembre, desees ir en mangas de camisa, mientras contemplas las calles adornadas con motivos navideños.
Motivo para la polémica, pues en plena situación de crisis, con desahucios diarios y gente rebuscando en los contenedores de los supermercados, el ayuntamiento se gasta un pastón, para alegría de las compañía eléctrica.
Dirán que así, se crea una sensación de optimismo, que impulsa al consumidor, al que aun le quede algo, a gastarse en los comercios, parte de sus menguados recursos.
Mientras pensaba en todo ello, me adentre en un solitario parque, que me permitía acortar buena parte de la distancia hasta mi casa.
Un festivo, a última hora de la tarde, no solía estar muy concurrido, ciertamente, a parte de una mujer con un cochecito en el que llevaba a un bebe, con la que me crucé en la entrada, no vi a nadie más.
Mientras me adentraba en el recinto, admirando los frondosos árboles e intentando adivinar el camino, que el fastuoso alumbrado municipal, con esa luz amarillenta, que debe de hacer las delicias de los insectos, pero que no te permite ver más allá de tus narices, hasta la próxima farola.
Ya muy en medio, llegando a un viejo caserón, reconvertido en centro cívico, totalmente cerrado por la hora y el día de la semana, oí un crujido a mi espalda.
De esos que en las películas, no auguran nada bueno, en el que la chica aprovecha para abrazar al héroe, que evidentemente, nunca se entera de nada.
Como no hacía nada de viento, ni se veía un alma por toda la zona, me mosqueo un poco.
Siempre podría ser un perro, suelto por un incívico amo, que no está al corriente de las ordenanzas, sobre lugares públicos,
Pero, solo un crujido y nada más, nada de resoplar con fuerza, restregarse contra un árbol, orinarse en otro y corretear un poco.
Podía ser una piña al desprenderse en caída libre, compitiendo con la manzana de Isaac.
Me calme, aspirando despacio y soltando aire más despacio todavía, seguí a paso vivo hacía la salida.
Superado el claro, donde estaba el palacete, me adentro otra vez en árboles, flores, plantas setos.
Ahí el ruido fue más nítido y no había el sonido del rebote de la piña al caer al suelo.
Me paré en seco, como había pasado directamente de un lado a otro, sin yo verlo, oh acaso eran dos y querían atacarme.
En esto vi unos ojos, acechantes, inmensos, escudriñando la posibilidad de obtener algo de mi persona.
Tenía por lo menos dos metros de altura y solo le veía los ojos, totalmente dilatados.
Entonces se pronunció, alto y claro, Dejándome con el desconcierto por haber podido desconfiar de un desconocido.
Era un buho




DESPEDIDA

                    foto de C. Comerma



Las aguas están encalmadas, y solo el ligero chapoteo contra las rocas, dan fe de que están vivas.

Con mil brillos capturados al sol, que nos ciegan sobre la barca, disimulando nuestros sentimientos, mientras protegemos nuestras miradas con mano temblorosa a modo de visera.

Con ojos enrojecidos, contemplamos el baile de los pétalos, moviéndose al suave compás de las olas.

Intento tapar con bellos recuerdos la crueldad de la despedida, mientras  tus cenizas se hunden en su último reposo en tu mar, escuchando las estrofas de esa canción para ti emblemática.

Ya sea desde la barca o desde las rocas, da igual dónde estemos, todos nuestros pensamientos son tuyos, de y para ti, en un último acto de  despedida, en el que nos unimos con más fuerza.




foto de E. Puig

LOS TARROS DE LAS ESENCIAS

                                                            Oleo de Steve Mills



El tarro de las esencias
La casa era antigua, muy antigua, tenía más de trescientos años, era de esas casas de piedra, con paredes de un metro de grosor, que aislaban del crudo invierno y del caluroso verano.
Nada más entrar por la puerta de servicio, te topabas con la cocina, una amplia estancia, en la que destacaba una enorme chimenea con su banco de madera alrededor, donde calentarse, en tiempo frío.
Unas paredes blanquísimas, en las que destacaban un viejo escurre platos bajo el cual se hallaba un fregadero tallado en un bloque de granito, aposentado en una encimera de baldosas, compartiendo  espacio  con los fogones de carbón.
En otra pared, un anaquel cerrado, para evitar que los ratones accedieran a los alimentos  y unos  estantes de madera para depositar en ellos todas las cosas que solíamos traer del mercado.
En el superior, una larga línea de tarros de cristal, con indicaciones de su contenido, escritos sobre unas etiquetas adhesivas.

Invariablemente, cuando llegábamos ante él, se reproducía la misma escena, esas cosas de los juegos infantiles, que cuando más los repites más les gustan.
Se ponían, nos poníamos a leer las viejas etiquetas de papel, esas con margen azul marino, que se usaban en tiempos en los cuadernos escolares.

 La cantinela empezaba:

-         Arroz, azúcar, café, garbanzos, harina, judías, laurel, nueces, olivas, pan rallado, pasta sopa, sal… y al tiempo los críos salían corriendo a la era, esperando ser atrapados en un abrazo de complicidad.
-         Con el tiempo, estando más atentos y viendo los tarros, preguntaban por unos que estaban en un rincón.
-         ¿Esos que están vacíos no tienen nombre?
-         ¡Oh, sí, claro que sí! No están vacíos, son los tarros de las esencias.
-         ¿Qué es eso?
-         Pues…. Es un poco complicado de explicar.
-         ¡Cuenta, cuenta!
-         No lo vas a entender.
-         ¡Si entiendo! ¡Sí, seguro, sí entiendo!

La madre, mirándome de reojo, sonríe, diciéndome con la mirada, sal de esta, si puedes.

Las madres, siempre prosaicas, aferradas al pragmatismo, a la naturalidad de las cosas.

Algo que se considera fundamental, en la composición, en la realización de alguna cosa.

Por su mirada, intuí que no me estaba explicando demasiado bien, tampoco es que lo tuviera demasiado claro, en mi cabeza.

El peque se había ido a jugar con la pelota y reclamaba mi presencia, pero la mayor seguía plantada frente a mí, con una cara cada vez más inquisitiva, esperando una respuesta coherente a su pregunta.

Como le explico a esta criatura, que en esos botes, tan limpios y transparentes, aparentemente vacíos de contenido, guardan lo más sagrado de nuestra forma de ser, de hacer, de pensar.

-         Verás, en estos botes, se guardan las esencias, que son como una especie de perfume que nos dice como son las cosas.

-         ¡Puedo oler! Ábrelo, quiero olerlos.
-         No, eso es muy delicado y si lo abro y se pierde, nos quedaremos sin saber lo que somos y todas esas cosas.
-         ¡Bueno vale! ¿Pero entonces para qué los tenemos?
-         Para un caso de urgencia, en un caso de pérdida de identidad.
-         ¡Vale! ¿Me sacas la bici?
-         ¡Claro cielo!



DESNUDOS EN EL BALCON


Foto obtenida de internet



La noche está clara, con ese aspecto lechoso, que tiene cuando la ciudad duerme y el bochorno sigue presente.

El lamento de un saxo, surge de un piso del ensanche barcelonés, a través de un balcón abierto, donde una luciérnaga nos indica que alguien contempla la calle sin bullicio, fumando tranquilamente.

Si pudiéramos entrar, veríamos una sala donde un viejo tocadiscos desgrana las notas, mientras en una mesa los vasos y la botella, hace rato que perdieron su contenido.

En una puerta abierta que comunica con una habitación, se contempla una cama, sobre la cual un bello cuerpo femenino, en el que se aprecian las marcas del bikini, nos muestra su esplendor juvenil.

Mientras el hombre en el balcón fuma, contempla los camiones de la basura, pasando por la avenida, haciendo carreras entre ellos, para no tener que hacer demasiada cola de espera para la descarga.

Se le ocurre que sería un buen asunto, hacer apuestas sobre ello, y lo comenta en voz alta.

En esto nota la calidez de unos pechos femeninos sobre su espalda desnuda.

Sin inmutarse ni moverse apenas, le pasa el cigarrillo y con las manos libres la atrae aún más hacia sí, apoyando las manos en sus suaves glúteos.

Acepta el olor acre del humo del camel, en su oreja izquierda, que ella expulsa lentamente por su boca entreabierta.

Y contemplando el espectáculo de las carreras de los camiones cargados con las inmundicias generadas por los habitantes de la ciudad, suelta:

Por mucho que apostáramos y ganáramos, no tendríamos la fortuna que esos desechos generan en los bolsillos de los que las controlan”.

Ella, acabado el cigarrillo, apoyando sus manos en el vientre, para abrazarlo, se aprieta aún más contra él, apoya su cabeza, esta vez en el hombro derecho y le da un beso en la oreja, diciendo :


“ Más que de apuestas, hemos de pensar como ganaremos para poder generar nuestra cuota de porquería”